domingo, 19 de septiembre de 2010

Los lancheros del río Negro, a través de un relato emotivo basado en un hecho real

Una vieja lancha, totalmente descubierta, de las que se usaron hasta los años '70 (arriba), y el monumento al botero (abajo) inaugurado en marzo de 1977, sobre la costa de Patagones.
La presencia del río como frontera natural y administrativa entre Carmen de Patagones y Viedma es una de las características particulares de esta comarca. Pero las populares lanchas de pasajeros constituyen un detalle distintivo en la vida social, que sorprende gratamente a los viajeros que llegan de visita. Este cronista siempre propone a los turistas la realización de la breve y económica excursión del cruce de ida y vuelta, que permite observar el bello paisaje costero y, también, tomarle el pulso a un aspecto de lo cotidiano.
Hay muy poca literatura sobre las lanchas y los lancheros. Alguna referencia sobre la labor solidaria de los boteros cuando las horas aciagas de la inundación de 1899 y poco más. El relato que se inserta a continuación, “Nicolita” de José León Martínez, publicado originalmente en el periódico La Calle de marzo de 1988, es una bella muestra de narrativa fluvial.
En la dedicatoria el autor puso “a los viejos lancheros que con ojos de niño miré y admiré. A Tale Barbara, Nando Campisi, Pepito Barilá y Nicolás Barbaro con quienes en el mágico navegar del Gustazo o el Cume-Có compartí en condominio la propiedad del río. A los lancheros de hoy, inquilinos de ese río que en el cariño todavía nos pertenece. De cada uno de ellos, como un merecido homenaje, es esta historia real”
NICOLITA
“Ya no te esperaba, un poco más y cruzaba solo” le dijo el muchacho flaco al rubio despeinado que, aún agitado, intentaba con la solapa del sobretodo protegerse del viento para encender un cigarrillo. “No tan solo…” le respondió este con sorna, mientras pasaba una fugaz mirada por aquella silueta de tapado azul, largo cabello negro y pañuelo de gasa al cuello. “Tiene dueño” murmuró el flaco y como agregando precisiones terminó el diálogo: “estudia de maestra, la conozco poco…”.
El viento arrachado de aquel agosto tempestuoso se colaba entre el enrejado de madera pintada de blanco que circundaba la explanada y gemía entre las enredaderas de palos de quebracho del viejo muelle de Viedma. La luz amarillenta del farolito del palo mayor anunciaba la proximidad de la lancha, en un danzar interminable de babor a estibor. Nicolita le dio el último golpe de acelerador y la soga de lino empapada y endurecida se hizo sabio nudo marinero para amarrar la ‘Luis Piedra Buena’ al quebracho pulido por mil atraques. Prestos, los dos muchachos saltaron a la lancha y esperaron la llegada de un hombre de poncho y gorra de cuero que con familiaridad saludó a Nicola.
Una media vuelta dio marcha al motor y antes de saltar amarras, como al unísono, todos levantaron los ojos hacia aquella muchacha que, asida a la baranda y ajena al mundo que la rodeaba, contemplaba el tronco añoso que el río arrancó de alguna isla lejana y, soberbio e impío, lo aprisionaba, lo humillaba y ahogaba contra los quebrachos del muelle, negándole la dignidad de morir libre y altivo en la libertad del mar que lo esperaba en la desembocadura. ¿Qué rara coincidencia habría entre aquella lucha despareja del árbol y la correntada, con esa muchacha que sola quedaba en el muelle, mientras la lancha se perdía en la noche cerrada del río, rumbo a Patagones?
Quizás Nicola se lo preguntó cuando se dio vuelta para cambiar la última mirada por un interrogante. Ya en el canal las luces de Patagones se levantaban y se hundían en aquel río encrespado que llovía su enojo sobre la lancha, mientras el noble motor Ford T jugaba su resto, apostando en contra de una corriente que deslizaba su furia bajo la quilla, obedeciendo quien sabe a qué prisa.
La llegada fue serena y un chau quedó detrás de la ágil trepada de los jóvenes por la escalera del muelle. El hombre maduro intentó cambiar alguna palabra con Nicolita pero, extrañamente, no obtuvo respuesta. Secó Nicola los vidrios de sus gruesos anteojos y subió a la casilla del boletero para guarecerse del frío; un frío extraño, distinto, que en el muelle de Viedma se le había colado debajo de su viejo capote negro. El ‘Primus’ templaba la redondez del estrecho ambiente de madera y empañaba los vidrios. La mano derecha se hizo visera y con el catalejo de una duda intentó Nicola acercar el muelle de Viedma.
Ensimismado rechazó el mate que su amigo el boletero le alcanzó y a prisa, sin decir una palabra, saltó nuevamente a su lancha. La mano en el cebador y el certero golpe de manija se unieron en una sola maniobra al desamarre y golpe de timón. El silbido de dos demorados pasajeros no detuvo la lancha y el viento sur devolvió el insulto como un justiciero reproche.
Nunca como aquella noche la ‘Luis Piedra Buena’ cruzó tan rápida el río. Iba vacía, es cierto, pero le había tirado un cabo al peso muerto de un mal presentimiento. La correntada enfrentó a la lancha con el viejo sauce llorón de la mitad de la rambla y el farol solitario del lugar espejó el río en el remanso de juncos.
En ese cono de luz vio Nicola flotar un borbollón oscuro, y el rojo pañuelo de gasa que el río se llevaba lo enfrentó con la tragedia. La decisión certera de un minuto era la vida y no podía equivocarse, porque sabía que un duro tallador barajaba en contra la carta de la muerte. A marcha plena respondió el timón al golpe del volante y un surco espumoso en caracol fue quedando a popa. Templó el motor con una acelerada en vacío y puso proa a la mata de cabellos sueltos, a un pañuelo rojo, a una esperanza.
Como un mimbre costero arqueó su cuerpo sobre la baranda de babor y cuando su brazo zurdo se hundió, en su ansiedad le pareció que él también se sumergía en aquellas aguas heladas. Sus dedos se hicieron tenazas en la cabellera negra, su brazo adquirió fuerza de gigante y como el pescador que victorioso levanta la presa ansiada, en segundos sobre las tablas resecas del piso de la lancha el rostro desencajado y la frente fría develaban el misterio de aquella muchacha de tapado azul. La tibieza de un pausado aliento tiró un chispazo de vida sobre la noche del río y el negro capote de lluvia cobijó una esperanza.
El muelle de Patagones aguardó el regreso de la ‘Luis Piedra Buena’ como los puertos del mundo reciben al viejo pescador que regresa victorioso después de capear el temporal. Dos hombres ayudaron a Nicola a cerrar las puertas del auto, que veloz se llevó por las calles serpenteadas de Patagones a la muchacha del tapado azul y cabellos negros, un secreto… y una esperanza.
Pasaron varios inviernos y la vieja lancha de Nicolita mostraba entre sus tablas surcos sin pabilo y la pintura reseca se escamaba en su casco. La bomba de achique había trabajado mucho aquel año largo y Antonio, el noble carpintero de ribera, ya no volvería con su uniforme azul de lobo de mar a curar sus viejos amores escondidos en las cuadernas de viraró de las lanchas. Los inviernos eran cada vez más duros y el rocío de los muelles hacía sentir su rigor en cada movimiento. La decisión estaba tomada: el fin del verano marcaría el final de su vida de lanchero.
Quizás la despedida que se aproximaba, acaso el miedo al último cruce, le iban llenando el alma de recuerdos y nostalgias. Los buenos tiempos vividos, las noches calurosas con la rambla plena de gente, las barras bullangueras de los estudiantes que con sus guardapolvos pintaban la lancha de blanco, las madrugadas de regreso de los inolvidables carnavales y también… aquella noche de invierno.
Esa tarde de fin de febrero la marea estaba baja y la última plataforma de la escalera mostraba sus tablas enmohecidas y resbaladizas, cuando Nicolita llegó al muelle de Viedma. Observó el embarque y cuando todos abordaron la lancha levantó la vista para mirar a la señora y dos niños que, extasiados, permanecían en la segunda plataforma de la escalera. Volvió nuevamente la vista y por un instante vaciló si sus anteojos y su memoria eran aún eficientes. Pero ya no tuvo dudas.
Era ella, vestía de blanco, sus rasgos eran juveniles y su rostro feliz. Asía celosamente de sus manos dos niños que pugnaban por ver de cerca el encanto de un barquito. Un hielo de noche invernal corrió por las venas de Nicolita, pero la tibieza de una mirada profunda retempló su ánimo. Un largo silencio y el dulce gesto de una despedida sin palabras lo dijeron todo. Volvió ella sobre sus pasos, subió lentamente la escalera y por un instante posó sus manos en la baranda de madera que aquella noche trágica acompañó su angustia. Un auto con patente de una provincia lejana se la llevó por las calles de Viedma, igual que aquella noche por las serpenteadas subidas de Patagones. Pero esta vez la acompañaban, asidos de cada mano, la esperanza de sus hijos, que eran sin duda la revancha de la vida.
Las sombras fueron cubriendo el muelle. El anochecer era majestuosamente sereno. Era la hora en que Patagones se tira al río, para pintarlo de luna, casas viejas y luces que se alargan. Muchos anocheceres de su vida fueron parecidos; pero ese día, diferente a todos, como ningún otro, al río y al alma de Nicolita Barbaro los invadía la sensación inigualable de la calma chicha”.
EL MONUMENTO
¡Cuántas historias, reales y de ligera ficción, pueden tejerse sobre el río y los lancheros! A pocos metros del muelle de las lanchas de Patagones nos encontramos con el bronce de homenaje al botero. Es una obra de gran realismo, consistente en un busto y cuatro bajo relieves ubicados en cada una de las caras de la pilastra. Lamentablemente la escultura no tiene firma. El monumento se inauguró en marzo de 1977 y tiene una placa con una interesante leyenda: “al botero pionero de las comunicaciones y primer medio de transporte de cargas y pasajeros entre Carmen de Patagones y Viedma”; fue una iniciativa del Centro de Residentes de Patagones y Viedma en Bahía Blanca.