domingo, 26 de septiembre de 2010

Homenaje a los almacenes del ayer


Algunos días atrás se conmemoró el Día del Almacenero en homenaje a esa noble actividad comercial que ha estado, durante muchos años, muy incorporada en las costumbres de la vida cotidiana de los argentinos. En esta crónica se propone la reivindicación del almacén de barrio y de pueblo, aquel de ramos generales, que fue en sus tiempos una avanzada de civilización en territorios casi desérticos.

Parece anacrónico y anticuado detenerse en este tema, en estos tiempos dominados por los hipermercados luminosos, con aire acondicionado y perfumado y , a veces, una música que nos estimula el buen humor; rodeados por góndolas multicolores en donde se ofrece los artículos en sistemático orden para hacernos creer que allí encontraremos la plena felicidad de nuestras vidas; mientras cientos de cartelitos impresos con estética novedosa nos anuncian las ofertas que no podemos perder y proponen compras cosas que no estaban en nuestra mente apenas unos minutos antes.
Pero en algún lugar de nuestra memoria quedaron aquellos locales de claroscuros contrastantes, entre pilas de cajas y bolsas de variado contenido; con un mostrador tan cargado como lustroso por el constante ir y venir de los paquetes de crocante papel de estraza; en un clima cambiante como las estaciones del año, donde se mantenían suspendidas en el aire las distintas fragancias que mezclaban los vestigios olorosos de café, jabón de lavar ropa, vino tinto suelto, harinas variadas, alpargatas de yute, pimienta y nuez moscada , fluido Manchester, aceite de oliva y caramelos de menta.
En los recuerdos de la infancia de muchos miles de nosotros están los nombres y los rostros de aquellos almaceneros y almaceneras que escuchaban con respeto y simpatía el encargue recitado con cuidada dicción (para que se nos entendiese bien, claro). “dice mi mamá que le mande un cuarto kilo de queso mantecoso, cien gramos de jamón cocido y una lata de salsa de tomate”; lo que daba pie para que don Miguel (o doña Lola, o llamase como fuese) preguntara, mientras cortaba el fiambre con aquella prodigiosa máquina manual, de volante rojo y brilloso: “¿tu mamá va a hacer una pizza esta noche, Carlitos?”; y mientras uno contestaba que sí, claro, no podía evitar que los ojos se le quedaran pegados en la caja de chocolatines de etiqueta plateada tentadoramente colocada sobre el mostrador; y cuando llegaba el momento de pagar (o de anotar en la libreta, según cuál fuese la modalidad adoptada) aquel don Miguel/doña Lola, conocedores de la importancia de las buenas relaciones comerciales, nos interrogaba con un “¿te va bien en la escuela, no?” e inmediatamente ponía a nuestro alcance una de las tabletitas de chocolate, con una advertencia paternal: “tomá, es de premio porque sos un buen chico, pero es para el postre después de la pizza”.
Ya grandes y quizás en el inicio de nuestra vida matrimonial, nuevamente el almacenero del barrio (el mismo que en los pueblos chicos ha sido referencia central del desarrollo familiar) supo sacarnos del apuro cuando llegaban comensales inesperados y con la persiana baja, a la hora de poner orden en la caja, nos facilitaba ese paquete de fideos y la botella de vino salvadora del compromiso.
¿Quién no tiene alguna anécdota plena de afecto con ese almacenero amigo de tantos años? ¡Cuántas flamantes e inexpertas jóvenes amas de casa tuvieron asesoramiento oportuno sobre cuál jabón usar para que las camisas del marido quedasen más blancas, o el secreto del buen remojo a tiempo para el éxito del guiso de lentejas!
El almacenero del barrio (o del pueblo) ha sido, y sigue siendo quizás ahora en menor medida, un asistente útil e importante en la organización doméstica. Con valiosos e insustituibles servicios personales que nunca, de ninguna forma, podrá reemplazar el más supermoderno hipermercado.
Está claro que, en términos meramente mercantiles, la competencia es dura y cruel. Pero está en la sapiencia del buen almacenero cómo desarrollar estrategias que le permitan subsistir, a pesar de la expansión del supermercadismo. Este cronista no tiene conocimientos de mercadotecnia (ni los quiere tener) pero tan sólo alienta a los pequeños comerciantes del rubro de los alimentos para que no bajen los brazos: hay para ellos un sitio, que se gana más por el afecto que por la apariencia. El hipermercado es frío y meramente comercial, sólo despacha mercaderías; en cambio el almacén es cálido y servicial, nos atiende y entiende en nuestras demandas, con rasgos de familiaridad.

Un poco de historia de acá
Hechas estas consideraciones desde el corazón, y como reconocimiento al almacenero de antes y de siempre, puede ser interesante meternos un una aproximación a la historia de los almacenes tradicionales en la Comarca.
El memorioso vecino Cándido Campano, en los diálogos recopilados por Nancy Pague en el libro “Viedma entre 1920y 1930 en la memoria de…”, recordaba que “los almacenes de ramos generales eran los que tenían casi todo lo que se necesitaba para la subsistencia de la población y para el desenvolvimiento del campo. En ellos había comestibles, ropas, calzado, herramientas, semillas, artículos del hogar, artículos de librería, alambre, postes, materiales para la construcción… en fin: de todo.”
Seguía diciendo que “Eran una especie de supermercado de la época”, pero apuntó enseguida que “la diferencia fundamental era que la mercadería estaba detrás de un mostrador y los clientes debían esperar que el dueño los atendiera; él cortaba, pesaba, sacaba las cuentas, aconsejaba acerca de lo que le convenía al cliente, o cuando se daba cuenta que estaba gastando más que los recursos con que contaría para pagarle, anotaba en el libro del fiado, y cobraba. Cuando el negocio era grande y con mucho movimiento tenía ayudantes llamados dependientes”.
Hay otra característica comercial muy particular, en referencia a los almacenes de ramos generales de importante desenvolvimiento y mucha clientela rural, que Campano describía así: “también funcionaban como bancos, porque la gente, especialmente de la campaña, le dejaba al comerciante su dinero en depósito; esto le aseguraba que cuando le faltara dinero el comerciante se lo prestaría, o le daba mercaderías por el crédito que tuviera.”
Los almacenes importantes de la Viedma de esos años (1920 al 30) citados en ese trabajo de historia local son el de José Veiguela y Compañía, en la esquina que actualmente posee el club Sol de Mayo, en Alsina y 25 de Mayo; el de los Pappático, en Belgrano y Pueyrredón (ver más adelante); el de Crociatti, en Alvaro Barros y Rivadavia; el de Segundo Malpeli, con surtidor de nafta, en Alvaro Barros y Güemes; y el de la firma Fagioli y Casadei, en San Martín y Saavedra, más tarde bautizado como Casa Los Vascos .
Lo de Pappático
Don José Pappático (83 años) es hijo de aquel Domingo Pappático que comenzó con despacho de bebidas y almacén en la esquina de Roca y Las Heras, y en los años 30 se instaló en la esquina comercial de Pueyrredón y Belgrano (ver foto de archivo, ya no queda nada de esa construcción) que incluso le dio nombre a ese sector del barrio como “por lo de Pappático”.
De sus recuerdos (que ya fueron el eje central de una nota de Perfiles y Postales) rescatamos lo siguiente.
“Era el tiempo en que todas las cosas se vendían sueltas: el jabón en barra, el azúcar en terrones (que era preferida por las amas de casa, porque decían que endulzaba más que la molida), la yerba que venía en cilindros de 25 kilos. Nosotros comprábamos las resmas del papel de estraza, que se usaba para hacer los paquetes en donde se ponían todos esos artículos sueltos. Con esos paquetes que necesitaban de la habilidad artesanal del almacenero para hacerle una especie de repulgue lateral y dejarle arriba dos orejas.
Nosotros éramos cinco hermanos: Roque (que en realidad nunca estuvo con nosotros, era el mayor y era un bohemio, se fue a Buenos Aires y nunca estuvo en el negocio), Carmelo, yo, Domingo y mi hermana Silvia, que era la más chica.
Carmelo, Domingo y yo estuvimos muchos años junto a papá, después cuando ya pasamos a la etapa mayorista él se alejó del negocio y seguimos nosotros al frente, papá falleció en 1961.
Cuando terminé la escuela primaria no fui a la secundaria, el viejo me dijo ‘agarrá el caballo, atalo a la jardinera y salí a repartir”.
Lo de Galantini
Otro comerciante que heredó un apellido tradicionalmente vinculado al rubro del almacén es Julio César Galantini (56) nieto de Adelmo Aleardo Galantini, quien en 1906 abrió el negocio de ramos generales de la esquina de Alsina y Monseñor Fagnano en Carmen de Patagones ( foto de archivo, que muestra el cartel de una conocida marca de pinturas, que ya no existe más).
Galantini también pasó por esta serie dominical de Noticias de la Costa, y contó cómo fue introducido en el mundo comercial por su padre, Rafael , más conocido como “Chichín”
“A mí el viejo me traía desde los 12 años, él caminaba adelante, no teníamos auto, y yo venía atrás.. puteando. Me hacía levantar a las siete de la mañana y salíamos bien temprano, en verano con la fresca y en invierno con las heladas. Pero así me enseñó el trabajo y la responsabilidad .
A la mañana yo agarraba una bicicleta grande, con canasto en el manubrio, y salía a recorrer los barrios altos de Patagones; visitaba todas las pequeñas almacenes y levantaba los pedidos, la competencia era muy fuerte y había que mantener a la clientela, había almacenes muy grandes como Malaspina, Montenegro, Ieracitano, Pozzo Ardizzi. Después a la tarde armaba los pedidos en cajoncitos de madera y salía con la jardinera o la Villalonga (carruajes de un solo eje y dos ruedas, el primero; de dos ejes, cuatro ruedas y balancín, el segundo) para hacer el reparto”.
Estos son sólo algunos apuntes en torno a la importante actividad comercial de los almacenes de Viedma y Carmen de Patagones, con una mención breve e incompleta. Queda mucho por escribirse, hay mucho más en el almacén de la memoria colectiva.