domingo, 26 de septiembre de 2010

Homenaje a los almacenes del ayer


Algunos días atrás se conmemoró el Día del Almacenero en homenaje a esa noble actividad comercial que ha estado, durante muchos años, muy incorporada en las costumbres de la vida cotidiana de los argentinos. En esta crónica se propone la reivindicación del almacén de barrio y de pueblo, aquel de ramos generales, que fue en sus tiempos una avanzada de civilización en territorios casi desérticos.

Parece anacrónico y anticuado detenerse en este tema, en estos tiempos dominados por los hipermercados luminosos, con aire acondicionado y perfumado y , a veces, una música que nos estimula el buen humor; rodeados por góndolas multicolores en donde se ofrece los artículos en sistemático orden para hacernos creer que allí encontraremos la plena felicidad de nuestras vidas; mientras cientos de cartelitos impresos con estética novedosa nos anuncian las ofertas que no podemos perder y proponen compras cosas que no estaban en nuestra mente apenas unos minutos antes.
Pero en algún lugar de nuestra memoria quedaron aquellos locales de claroscuros contrastantes, entre pilas de cajas y bolsas de variado contenido; con un mostrador tan cargado como lustroso por el constante ir y venir de los paquetes de crocante papel de estraza; en un clima cambiante como las estaciones del año, donde se mantenían suspendidas en el aire las distintas fragancias que mezclaban los vestigios olorosos de café, jabón de lavar ropa, vino tinto suelto, harinas variadas, alpargatas de yute, pimienta y nuez moscada , fluido Manchester, aceite de oliva y caramelos de menta.
En los recuerdos de la infancia de muchos miles de nosotros están los nombres y los rostros de aquellos almaceneros y almaceneras que escuchaban con respeto y simpatía el encargue recitado con cuidada dicción (para que se nos entendiese bien, claro). “dice mi mamá que le mande un cuarto kilo de queso mantecoso, cien gramos de jamón cocido y una lata de salsa de tomate”; lo que daba pie para que don Miguel (o doña Lola, o llamase como fuese) preguntara, mientras cortaba el fiambre con aquella prodigiosa máquina manual, de volante rojo y brilloso: “¿tu mamá va a hacer una pizza esta noche, Carlitos?”; y mientras uno contestaba que sí, claro, no podía evitar que los ojos se le quedaran pegados en la caja de chocolatines de etiqueta plateada tentadoramente colocada sobre el mostrador; y cuando llegaba el momento de pagar (o de anotar en la libreta, según cuál fuese la modalidad adoptada) aquel don Miguel/doña Lola, conocedores de la importancia de las buenas relaciones comerciales, nos interrogaba con un “¿te va bien en la escuela, no?” e inmediatamente ponía a nuestro alcance una de las tabletitas de chocolate, con una advertencia paternal: “tomá, es de premio porque sos un buen chico, pero es para el postre después de la pizza”.
Ya grandes y quizás en el inicio de nuestra vida matrimonial, nuevamente el almacenero del barrio (el mismo que en los pueblos chicos ha sido referencia central del desarrollo familiar) supo sacarnos del apuro cuando llegaban comensales inesperados y con la persiana baja, a la hora de poner orden en la caja, nos facilitaba ese paquete de fideos y la botella de vino salvadora del compromiso.
¿Quién no tiene alguna anécdota plena de afecto con ese almacenero amigo de tantos años? ¡Cuántas flamantes e inexpertas jóvenes amas de casa tuvieron asesoramiento oportuno sobre cuál jabón usar para que las camisas del marido quedasen más blancas, o el secreto del buen remojo a tiempo para el éxito del guiso de lentejas!
El almacenero del barrio (o del pueblo) ha sido, y sigue siendo quizás ahora en menor medida, un asistente útil e importante en la organización doméstica. Con valiosos e insustituibles servicios personales que nunca, de ninguna forma, podrá reemplazar el más supermoderno hipermercado.
Está claro que, en términos meramente mercantiles, la competencia es dura y cruel. Pero está en la sapiencia del buen almacenero cómo desarrollar estrategias que le permitan subsistir, a pesar de la expansión del supermercadismo. Este cronista no tiene conocimientos de mercadotecnia (ni los quiere tener) pero tan sólo alienta a los pequeños comerciantes del rubro de los alimentos para que no bajen los brazos: hay para ellos un sitio, que se gana más por el afecto que por la apariencia. El hipermercado es frío y meramente comercial, sólo despacha mercaderías; en cambio el almacén es cálido y servicial, nos atiende y entiende en nuestras demandas, con rasgos de familiaridad.

Un poco de historia de acá
Hechas estas consideraciones desde el corazón, y como reconocimiento al almacenero de antes y de siempre, puede ser interesante meternos un una aproximación a la historia de los almacenes tradicionales en la Comarca.
El memorioso vecino Cándido Campano, en los diálogos recopilados por Nancy Pague en el libro “Viedma entre 1920y 1930 en la memoria de…”, recordaba que “los almacenes de ramos generales eran los que tenían casi todo lo que se necesitaba para la subsistencia de la población y para el desenvolvimiento del campo. En ellos había comestibles, ropas, calzado, herramientas, semillas, artículos del hogar, artículos de librería, alambre, postes, materiales para la construcción… en fin: de todo.”
Seguía diciendo que “Eran una especie de supermercado de la época”, pero apuntó enseguida que “la diferencia fundamental era que la mercadería estaba detrás de un mostrador y los clientes debían esperar que el dueño los atendiera; él cortaba, pesaba, sacaba las cuentas, aconsejaba acerca de lo que le convenía al cliente, o cuando se daba cuenta que estaba gastando más que los recursos con que contaría para pagarle, anotaba en el libro del fiado, y cobraba. Cuando el negocio era grande y con mucho movimiento tenía ayudantes llamados dependientes”.
Hay otra característica comercial muy particular, en referencia a los almacenes de ramos generales de importante desenvolvimiento y mucha clientela rural, que Campano describía así: “también funcionaban como bancos, porque la gente, especialmente de la campaña, le dejaba al comerciante su dinero en depósito; esto le aseguraba que cuando le faltara dinero el comerciante se lo prestaría, o le daba mercaderías por el crédito que tuviera.”
Los almacenes importantes de la Viedma de esos años (1920 al 30) citados en ese trabajo de historia local son el de José Veiguela y Compañía, en la esquina que actualmente posee el club Sol de Mayo, en Alsina y 25 de Mayo; el de los Pappático, en Belgrano y Pueyrredón (ver más adelante); el de Crociatti, en Alvaro Barros y Rivadavia; el de Segundo Malpeli, con surtidor de nafta, en Alvaro Barros y Güemes; y el de la firma Fagioli y Casadei, en San Martín y Saavedra, más tarde bautizado como Casa Los Vascos .
Lo de Pappático
Don José Pappático (83 años) es hijo de aquel Domingo Pappático que comenzó con despacho de bebidas y almacén en la esquina de Roca y Las Heras, y en los años 30 se instaló en la esquina comercial de Pueyrredón y Belgrano (ver foto de archivo, ya no queda nada de esa construcción) que incluso le dio nombre a ese sector del barrio como “por lo de Pappático”.
De sus recuerdos (que ya fueron el eje central de una nota de Perfiles y Postales) rescatamos lo siguiente.
“Era el tiempo en que todas las cosas se vendían sueltas: el jabón en barra, el azúcar en terrones (que era preferida por las amas de casa, porque decían que endulzaba más que la molida), la yerba que venía en cilindros de 25 kilos. Nosotros comprábamos las resmas del papel de estraza, que se usaba para hacer los paquetes en donde se ponían todos esos artículos sueltos. Con esos paquetes que necesitaban de la habilidad artesanal del almacenero para hacerle una especie de repulgue lateral y dejarle arriba dos orejas.
Nosotros éramos cinco hermanos: Roque (que en realidad nunca estuvo con nosotros, era el mayor y era un bohemio, se fue a Buenos Aires y nunca estuvo en el negocio), Carmelo, yo, Domingo y mi hermana Silvia, que era la más chica.
Carmelo, Domingo y yo estuvimos muchos años junto a papá, después cuando ya pasamos a la etapa mayorista él se alejó del negocio y seguimos nosotros al frente, papá falleció en 1961.
Cuando terminé la escuela primaria no fui a la secundaria, el viejo me dijo ‘agarrá el caballo, atalo a la jardinera y salí a repartir”.
Lo de Galantini
Otro comerciante que heredó un apellido tradicionalmente vinculado al rubro del almacén es Julio César Galantini (56) nieto de Adelmo Aleardo Galantini, quien en 1906 abrió el negocio de ramos generales de la esquina de Alsina y Monseñor Fagnano en Carmen de Patagones ( foto de archivo, que muestra el cartel de una conocida marca de pinturas, que ya no existe más).
Galantini también pasó por esta serie dominical de Noticias de la Costa, y contó cómo fue introducido en el mundo comercial por su padre, Rafael , más conocido como “Chichín”
“A mí el viejo me traía desde los 12 años, él caminaba adelante, no teníamos auto, y yo venía atrás.. puteando. Me hacía levantar a las siete de la mañana y salíamos bien temprano, en verano con la fresca y en invierno con las heladas. Pero así me enseñó el trabajo y la responsabilidad .
A la mañana yo agarraba una bicicleta grande, con canasto en el manubrio, y salía a recorrer los barrios altos de Patagones; visitaba todas las pequeñas almacenes y levantaba los pedidos, la competencia era muy fuerte y había que mantener a la clientela, había almacenes muy grandes como Malaspina, Montenegro, Ieracitano, Pozzo Ardizzi. Después a la tarde armaba los pedidos en cajoncitos de madera y salía con la jardinera o la Villalonga (carruajes de un solo eje y dos ruedas, el primero; de dos ejes, cuatro ruedas y balancín, el segundo) para hacer el reparto”.
Estos son sólo algunos apuntes en torno a la importante actividad comercial de los almacenes de Viedma y Carmen de Patagones, con una mención breve e incompleta. Queda mucho por escribirse, hay mucho más en el almacén de la memoria colectiva.

domingo, 19 de septiembre de 2010

Los lancheros del río Negro, a través de un relato emotivo basado en un hecho real

Una vieja lancha, totalmente descubierta, de las que se usaron hasta los años '70 (arriba), y el monumento al botero (abajo) inaugurado en marzo de 1977, sobre la costa de Patagones.
La presencia del río como frontera natural y administrativa entre Carmen de Patagones y Viedma es una de las características particulares de esta comarca. Pero las populares lanchas de pasajeros constituyen un detalle distintivo en la vida social, que sorprende gratamente a los viajeros que llegan de visita. Este cronista siempre propone a los turistas la realización de la breve y económica excursión del cruce de ida y vuelta, que permite observar el bello paisaje costero y, también, tomarle el pulso a un aspecto de lo cotidiano.
Hay muy poca literatura sobre las lanchas y los lancheros. Alguna referencia sobre la labor solidaria de los boteros cuando las horas aciagas de la inundación de 1899 y poco más. El relato que se inserta a continuación, “Nicolita” de José León Martínez, publicado originalmente en el periódico La Calle de marzo de 1988, es una bella muestra de narrativa fluvial.
En la dedicatoria el autor puso “a los viejos lancheros que con ojos de niño miré y admiré. A Tale Barbara, Nando Campisi, Pepito Barilá y Nicolás Barbaro con quienes en el mágico navegar del Gustazo o el Cume-Có compartí en condominio la propiedad del río. A los lancheros de hoy, inquilinos de ese río que en el cariño todavía nos pertenece. De cada uno de ellos, como un merecido homenaje, es esta historia real”
NICOLITA
“Ya no te esperaba, un poco más y cruzaba solo” le dijo el muchacho flaco al rubio despeinado que, aún agitado, intentaba con la solapa del sobretodo protegerse del viento para encender un cigarrillo. “No tan solo…” le respondió este con sorna, mientras pasaba una fugaz mirada por aquella silueta de tapado azul, largo cabello negro y pañuelo de gasa al cuello. “Tiene dueño” murmuró el flaco y como agregando precisiones terminó el diálogo: “estudia de maestra, la conozco poco…”.
El viento arrachado de aquel agosto tempestuoso se colaba entre el enrejado de madera pintada de blanco que circundaba la explanada y gemía entre las enredaderas de palos de quebracho del viejo muelle de Viedma. La luz amarillenta del farolito del palo mayor anunciaba la proximidad de la lancha, en un danzar interminable de babor a estibor. Nicolita le dio el último golpe de acelerador y la soga de lino empapada y endurecida se hizo sabio nudo marinero para amarrar la ‘Luis Piedra Buena’ al quebracho pulido por mil atraques. Prestos, los dos muchachos saltaron a la lancha y esperaron la llegada de un hombre de poncho y gorra de cuero que con familiaridad saludó a Nicola.
Una media vuelta dio marcha al motor y antes de saltar amarras, como al unísono, todos levantaron los ojos hacia aquella muchacha que, asida a la baranda y ajena al mundo que la rodeaba, contemplaba el tronco añoso que el río arrancó de alguna isla lejana y, soberbio e impío, lo aprisionaba, lo humillaba y ahogaba contra los quebrachos del muelle, negándole la dignidad de morir libre y altivo en la libertad del mar que lo esperaba en la desembocadura. ¿Qué rara coincidencia habría entre aquella lucha despareja del árbol y la correntada, con esa muchacha que sola quedaba en el muelle, mientras la lancha se perdía en la noche cerrada del río, rumbo a Patagones?
Quizás Nicola se lo preguntó cuando se dio vuelta para cambiar la última mirada por un interrogante. Ya en el canal las luces de Patagones se levantaban y se hundían en aquel río encrespado que llovía su enojo sobre la lancha, mientras el noble motor Ford T jugaba su resto, apostando en contra de una corriente que deslizaba su furia bajo la quilla, obedeciendo quien sabe a qué prisa.
La llegada fue serena y un chau quedó detrás de la ágil trepada de los jóvenes por la escalera del muelle. El hombre maduro intentó cambiar alguna palabra con Nicolita pero, extrañamente, no obtuvo respuesta. Secó Nicola los vidrios de sus gruesos anteojos y subió a la casilla del boletero para guarecerse del frío; un frío extraño, distinto, que en el muelle de Viedma se le había colado debajo de su viejo capote negro. El ‘Primus’ templaba la redondez del estrecho ambiente de madera y empañaba los vidrios. La mano derecha se hizo visera y con el catalejo de una duda intentó Nicola acercar el muelle de Viedma.
Ensimismado rechazó el mate que su amigo el boletero le alcanzó y a prisa, sin decir una palabra, saltó nuevamente a su lancha. La mano en el cebador y el certero golpe de manija se unieron en una sola maniobra al desamarre y golpe de timón. El silbido de dos demorados pasajeros no detuvo la lancha y el viento sur devolvió el insulto como un justiciero reproche.
Nunca como aquella noche la ‘Luis Piedra Buena’ cruzó tan rápida el río. Iba vacía, es cierto, pero le había tirado un cabo al peso muerto de un mal presentimiento. La correntada enfrentó a la lancha con el viejo sauce llorón de la mitad de la rambla y el farol solitario del lugar espejó el río en el remanso de juncos.
En ese cono de luz vio Nicola flotar un borbollón oscuro, y el rojo pañuelo de gasa que el río se llevaba lo enfrentó con la tragedia. La decisión certera de un minuto era la vida y no podía equivocarse, porque sabía que un duro tallador barajaba en contra la carta de la muerte. A marcha plena respondió el timón al golpe del volante y un surco espumoso en caracol fue quedando a popa. Templó el motor con una acelerada en vacío y puso proa a la mata de cabellos sueltos, a un pañuelo rojo, a una esperanza.
Como un mimbre costero arqueó su cuerpo sobre la baranda de babor y cuando su brazo zurdo se hundió, en su ansiedad le pareció que él también se sumergía en aquellas aguas heladas. Sus dedos se hicieron tenazas en la cabellera negra, su brazo adquirió fuerza de gigante y como el pescador que victorioso levanta la presa ansiada, en segundos sobre las tablas resecas del piso de la lancha el rostro desencajado y la frente fría develaban el misterio de aquella muchacha de tapado azul. La tibieza de un pausado aliento tiró un chispazo de vida sobre la noche del río y el negro capote de lluvia cobijó una esperanza.
El muelle de Patagones aguardó el regreso de la ‘Luis Piedra Buena’ como los puertos del mundo reciben al viejo pescador que regresa victorioso después de capear el temporal. Dos hombres ayudaron a Nicola a cerrar las puertas del auto, que veloz se llevó por las calles serpenteadas de Patagones a la muchacha del tapado azul y cabellos negros, un secreto… y una esperanza.
Pasaron varios inviernos y la vieja lancha de Nicolita mostraba entre sus tablas surcos sin pabilo y la pintura reseca se escamaba en su casco. La bomba de achique había trabajado mucho aquel año largo y Antonio, el noble carpintero de ribera, ya no volvería con su uniforme azul de lobo de mar a curar sus viejos amores escondidos en las cuadernas de viraró de las lanchas. Los inviernos eran cada vez más duros y el rocío de los muelles hacía sentir su rigor en cada movimiento. La decisión estaba tomada: el fin del verano marcaría el final de su vida de lanchero.
Quizás la despedida que se aproximaba, acaso el miedo al último cruce, le iban llenando el alma de recuerdos y nostalgias. Los buenos tiempos vividos, las noches calurosas con la rambla plena de gente, las barras bullangueras de los estudiantes que con sus guardapolvos pintaban la lancha de blanco, las madrugadas de regreso de los inolvidables carnavales y también… aquella noche de invierno.
Esa tarde de fin de febrero la marea estaba baja y la última plataforma de la escalera mostraba sus tablas enmohecidas y resbaladizas, cuando Nicolita llegó al muelle de Viedma. Observó el embarque y cuando todos abordaron la lancha levantó la vista para mirar a la señora y dos niños que, extasiados, permanecían en la segunda plataforma de la escalera. Volvió nuevamente la vista y por un instante vaciló si sus anteojos y su memoria eran aún eficientes. Pero ya no tuvo dudas.
Era ella, vestía de blanco, sus rasgos eran juveniles y su rostro feliz. Asía celosamente de sus manos dos niños que pugnaban por ver de cerca el encanto de un barquito. Un hielo de noche invernal corrió por las venas de Nicolita, pero la tibieza de una mirada profunda retempló su ánimo. Un largo silencio y el dulce gesto de una despedida sin palabras lo dijeron todo. Volvió ella sobre sus pasos, subió lentamente la escalera y por un instante posó sus manos en la baranda de madera que aquella noche trágica acompañó su angustia. Un auto con patente de una provincia lejana se la llevó por las calles de Viedma, igual que aquella noche por las serpenteadas subidas de Patagones. Pero esta vez la acompañaban, asidos de cada mano, la esperanza de sus hijos, que eran sin duda la revancha de la vida.
Las sombras fueron cubriendo el muelle. El anochecer era majestuosamente sereno. Era la hora en que Patagones se tira al río, para pintarlo de luna, casas viejas y luces que se alargan. Muchos anocheceres de su vida fueron parecidos; pero ese día, diferente a todos, como ningún otro, al río y al alma de Nicolita Barbaro los invadía la sensación inigualable de la calma chicha”.
EL MONUMENTO
¡Cuántas historias, reales y de ligera ficción, pueden tejerse sobre el río y los lancheros! A pocos metros del muelle de las lanchas de Patagones nos encontramos con el bronce de homenaje al botero. Es una obra de gran realismo, consistente en un busto y cuatro bajo relieves ubicados en cada una de las caras de la pilastra. Lamentablemente la escultura no tiene firma. El monumento se inauguró en marzo de 1977 y tiene una placa con una interesante leyenda: “al botero pionero de las comunicaciones y primer medio de transporte de cargas y pasajeros entre Carmen de Patagones y Viedma”; fue una iniciativa del Centro de Residentes de Patagones y Viedma en Bahía Blanca.

miércoles, 15 de septiembre de 2010

Tres sitios históricos de Patagones

En las tres notas siguientes la descripción de tres sitios históricos de Carmen de Patagones, los tres en las afueras del casco céntrico, que reclaman la atención de las autoridades, para su recuperación y puesta en valor; en el marco de un probable circuito histórico-turístico.

Lo que queda de la Estación Experimental de Riego de Patagones debe ser recuperado

La belleza y el esplendor de los años 20 (arriba) y el actual descuido (abajo), con un grave cuadro de deterioro que entristece a quienes se acercan por ese sitio.
Del otro lado de las oxidadas vías de la abandonada estación de trenes de Patagones está la Escuela Agropecuaria Carlos Spegazzini, establecimiento de educación media que utiliza la infraestructura de lo que fue la Chacra Experimental de Regadíos del ministerio de Agricultura de la provincia de Buenos Aires, creada en 1906 bajo la experta conducción del ingeniero Fernando Leblanc. El establecimiento tenía por finalidad, tal como su nombre lo indica, realizar experimentos de diverso tipo de cultivos bajo riego en el suelo de la parte alta de Patagones, comparable al del resto del partido.
¿Para qué servirían esos ensayos? Pues para aplicar sus resultados en las casi 350 mil hectáreas que se proyectaban regar a través del proyecto que, por aquellos mismos años, la provincia de Buenos Aires le había encargado al ingeniero Carlos Wauters.
Leblanc cumplió con su misión, aunque el sistema de riego que tomaba aguas desde Guardia Mitre nunca se ejecutó y aún es la meta ideal para quienes sueñan con el definitivo despegue del extremo sur bonaerense.
En el breve plazo de 10 meses Leblanc y sus hombres (un puñado de peones sin ninguna experiencia previa en ese tipo de trabajo) desmontaron las 24 hectáreas de la chacra, hicieron el relevamiento topográfico, construyeron una red de 15 mil metros de canales, roturaron la tierra y sembraron una extraordinaria cantidad de plantas forrajeras, legumbres y frutales.
La labor más dura fue la de llevar el agua del río hasta el lugar, a 1.500 metros de distancia de la costa y 40 metros más abajo; para lo que hubo que cavar zanjas e instalar una cañería de hierro, por la que se impulsaba el agua bombeada desde la orilla por una poderosa máquina a vapor, instalada en una espaciosa sala de máquinas (al final de la continuación del bulevard Moreno) construida para tal efecto.
La creación y puesta en marcha de la Estación Experimental fue, como se comprende, una obra titánica, un ejemplo de eficiencia y responsabilidad. A tal extremo que el ingeniero Leblanc dio la vida por defender el emprendimiento. Una fría noche de julio de 1912, bajo los efectos de una fuerte helada el profesional se internó en la chacra para procurar encender fogatas que defendieran a las plantaciones, enfermó de bronconeumonía y murió pocos días después.
La chacra siguió existiendo, se perfeccionó y creció hasta convertirse en un vergel, donde las explotaciones de aceite de oliva y conservas de todo tipo le dieron fama nacional. Mucho después, en los años 40 se creó la escuela agropecuaria Carlos Spegazzini, sobre la base de la misma chacra.
En la actualidad algunas construcciones de los tiempos de esplendor de la chacra Spegazzini todavía se conservan, como por ejemplo la casona principal que era la vivienda y oficina del director. Pero el abandono y la falta de mantenimiento han hecho estragos, y sólo se puede adivinar con imaginación la belleza que habrá tenido esa edificación, rodeada por un parque con fuentes de agua y macetones florales.
Este es otro sitio que necesita recuperación y puesta en valor, con información para el visitante, un recorrido auto guiado con carteles y espacios con parque recreativo infantil. Sin interferir en las actividades educativas, la vieja escuela que ha formado centenares de técnicos agropecuarios bien puede convertirse en un hermoso lugar de paseo histórico.


La estación de trenes de Patagones, un sitio pleno de historias y nostalgias

Del bullicio de aquellos tiempos, cuando llegaban varios trenes por día, al silencio triste de la actualidad; un lugar emblemático de Carmen de Patagones, que debe revivir.
La vida social y comercial de Carmen de Patagones tuvo una bisagra en abril de 1922, porque para esa fecha comenzaron a llegar regularmente los trenes de la empresa británica Ferrocarriles del Sud. Antes, en noviembre de 1921, todos los habitantes de Patagones y la región, incluyendo por supuesto a Viedma, habían festejado con enorme alborozo la llegada de la primera formación de prueba, encabezada por la locomotora inglesa Beyer Peacock, fabricada en Manchester en 1901, bajo la experta conducción del maquinista Juan Cambetta.
Ese humeante, estrepitoso y potente aparato, una máquina de tipo ténder de tres ejes, rodado 2-6-0, clase 7-B para el Ferrocarril del Sud, fabricada por los talleres ingleses dentro de una partida de 28 unidades similares, numeradas 3071 al 3098 de la cual le tocó en suerte a Patagones la 3096 el viaje de prueba de las vías, es la misma que periódicamente restaurada se conserva sobre una plazoleta del boulevard Juan de la Piedra.
Allí, enfrente del Monumento al Ferrocarril (donde desapareció la placa alusiva y falta una cartelería informativa), se encuentra la estación de trenes que el Ferrocarril del Sud construyó entre 1922 y 1925, con las mejores comodidades de esa época, sala de espera general, sala de espera para señoras (con baño interno), sanitarios para caballeros en el exterior, oficina y vivienda para el jefe, boletería y sala de telégrafos, depósito de encomiendas y amplio alero de resguardo; todo con el cerramiento correspondiente con empalizada de hormigón.
Esa típica construcción ferroviaria rural, sobre un modelo pre establecido por la administración británica que eficientemente conducía mister Arthur Coleman, hoy muestra el deterioro del paso de los años, con paredes descascaradas y rajaduras peligrosas. El organismo propietario del inmueble es la Unidad Ejecutora del Programa Ferroviario Provincial, que todavía no resolvió si los trenes podrán cruzar algún día los medanos que tapan las vías desde Stroeder hacia Cardenal Cagliero.
Pero, independientemente del reducido movimiento ferroviario, es urgente que se establezca un convenio de recuperación de ese valioso edificio por parte la Municipalidad, para instalar allí actividades comunitarias tales como talleres culturales y de manualidades, realización de exposiciones, espectáculos etc. El sitio debe contar, además, con una muestra fotográfica permanente relativa a la historia del ferrocarril.
No es admisible que un lugar de tanta tradición, esa sala de espera y ese anden en donde transcurrieron tantas historias familiares, ese espacio de encuentros y despedidas a veces tan emotivos, hoy esté silencioso y abandonado.

El Cerro de la Caballada, a la espera de mejoras prometidas hace mucho

En 1927 (arriba) apenas terminada la construcción del monolito; y en este 2010, un sitio abandonado la mayor parte del año, sólo frecuentado por enamorados y aerobistas
“Sobre el promontorio del Cerro de la Caballada se levanta el monolito rosado que recuerda el hecho del 7 de marzo de 1827, como un mojón impertérrito de soberanía. Fue inaugurado hace más de 80 años, cuando se celebró el centenario del Combate de Patagones, y desde entonces, con heroísmo comparable al de los nobles defensores del puerto maragato, resiste los embates de los predadores de distinta índole: traficantes de bronce que intentaron desprender sus valiosas placas de homenaje y pintores de grafitis urbanos (uno cree que se trata de adolescentes mal enseñados) que se empeñan en dejar allí el testimonio de sus amores y desvelos”.
El párrafo anterior fue publicado en marzo de 2008, en una nota de esta misma serie que intentaba alertar sobre el descuido de los sitios emblemáticos de la historia de Patagones. Nada ha cambiado en estos últimos dos años, las autoridades y las instituciones sólo se acuerdan del cerro y de su obelisco cuando se aproxima la conmemoración histórica; durante el resto del año sólo es frecuentado por enamorados, practicantes de aerobismo, algún turista y cazadores de imágenes. Por suerte se interrumpieron las “travesuras” de los amantes del moto cross, que usaban el faldeo del promontorio para hacer rugir sus máquinas y estropear la ya raleada vegetación autóctona.
En agosto de aquel mismo año 2008 el intendente Ricardo Curetti anunció que estaba aprobado un presupuesto de 250 mil pesos, de la Dirección Nacional de Arquitectura, para trabajos de puesta en valor del cerro de la Caballada. Se trata de un proyecto del que comenzó a hablarse por 1997, en tiempos de la gestión del intendente Magdalena Ramos, con el propósito de parquizar el predio, dotarlo de iluminación y cartelería, instalar un mirador con bancos y baranda de prevención y, también, la construcción de una vivienda para un cuidador permanente.
La visión panorámica del valle inferior del río Negro y de la dos ciudades hermanas que se obtiene desde lo alto del cerro es incomparable, es un verdadero balcón natural que lamentablemente no se explota como un atractivo turístico. El valor histórico del sitio no puede ser olvidado, tampoco, y en el lugar podría armarse una infografía gigante con el desarrollo cronológico ilustrado del combate naval y terrestre de marzo de 1827. También es posible montar un circuito de interpretación de la fauna y flora regionales, donde los admiradores de los pájaros pueden quedar sencillamente maravillados.