lunes, 18 de enero de 2010

Un viaje en vapor, aguas arriba por el río Negro hacia Choele Choel, por el año 1910

Esta vieja postal, de la colección de don César Bagli (editor), le pone el marco al siguiente relato que es de pura ficción, aunque está inspirado en situaciones y personas reales que protagonizaron los viajes en barco, por el río Negro.
El 15 de marzo de 1910 el joven Agustín Monteros llega a Carmen de Patagones en la galera de Mora, después de dos días de traqueteo por polvorientos caminos desde Bahía Blanca, con inesperadas alternativas como la rotura de una rueda en cercanías de la Salina de los Ingleses (como le decían en ese tiempo a la Salina de Piedra, por la explotación a cargo de la compañía Salinera Anglo Argentina de los Mulhall) y la consecuente caía de parte del equipaje, con la discusión correspondiente entre Hilario y Suana, dos de los baquianos cuarteadores de la empresa de Mora, prestigiosa por lo puntual.
Todo lo que ocurrió durante la travesía fue motivo suficiente como para que esos calurosos días del final del verano vayan quedando en la memoria de Agustín Monteros con significado particular. Agustín tiene 24 años que han transcurrido íntegramente en los pagos de Coronel Dorrego, cerca de Bahía, en un tambo donde trabajaban sus padres. Ya superada la milicia, con la conscripción obligatoria cumplida en el regimiento de Azul, decidió cambiar de rumbo y con una carta de recomendación que le preparó el párroco de Dorrego se largó hacia la isla de Choele Choel, en la provincia de Río Negro, donde espera conseguir trabajo en un establecimiento de la orden salesiana de Don Bosco. A los conocimientos adquiridos en el tambo familiar le agregó, durante el servicio militar, el aprendizaje en el manejo de caballos y considera que está en condiciones de convertirse en un buen administrador de campos.
La galera puso fin al viaje en la plaza 7 de Marzo y con la orientación que le brindó uno de los compañeros de viaje, un próspero ganadero de cadena de oro en la cintura que volvía de Bahía tras hacer buenos negocios, enfiló hacia el puerto, bajando por la barranca. Apenas había andado unos metros y una fuerte mezcla de olores sorprendió a la nariz del joven Monteros. Eran las últimas horas de la tarde y el muelle todavía hervía en sus múltiples actividades, mientras desde los bodegones de la calle Roca ya se desprendía los aromas de asados y guisos, tentando al buen apetito de estibadores, carreros y marineros.
Apenas pone un pie en la zona portuaria Agustín pregunta cómo puede seguir viaje a Choele Choel. “Cruce allí mismo enfrente, vaya a la fonda 9 de Julio y pregunte por el capitán Roberto Abel, él es quien comanda el vapor Inacayal que debe estar por salir mañana” le informa un atento Guardia Nacional, de sable reluciente, encargado de vigilar el lugar.
Agustín Monteros, el chacarerito de Coronel Dorrego, no había salido nunca de su pueblo y aquella fonda “9 de Julio” de Patagones le pareció que era como la torre de Babel, el sitio donde se hablaban todos los idiomas y nadie se podía entender. Italianos y alemanes, polacos y negros de azabache, criollos y árabes, todos se mezclaban en el mostrador y en las mesas. Detrás de una rastra de salamines, entre bolsas de café y azúcar, estaba Don Anselmo, el jefe de ese emporio de mil artículos. Le pregunta por el capitán Abel y le indica de inmediato “es aquel hombre de bigotes gruesos, junto a la ventana”.
Finalmente el susodicho capitán le anoticia que en efecto el vapor Inacayal zarpará al día siguiente a las cinco hacia Choele Choel y paradas intermedias, que el pasaje cuesta 30 pesos y el viaje demora entre ocho y nueve días. “¡Cómo ocho o nueve días...!” se sorprende Agustín, que sin mucha experiencia marinera hace una rápida comparación con el recorrido terrestre que acaba de culminar desde Bahía Blanca en dos jornadas. “Lo que pasa es que solamente marchamos durante las horas de sol y en las de oscuridad el barco permanece fondeado, por el problema de los troncos a la deriva y las encalladuras” explica el experimentado marino y práctico.
Agustín abona el pasaje por adelantado y le quedan sólo dos pesos de sus ahorros, pero se tranquiliza al saber que “a bordo del Inacayal usted tiene asegurada una buena alimentación, jovencito” según señala el contramaestre Guzmán que allí mismo, en otra mesa de la misma fonda, administra los ingresos del barco.
Esa noche Agustín alquila una cama en los fondos de esa hospedaje, compartiendo la habitación con tres changarines del puerto que caen dormidos como maderos, cansados como perros después de haber hombreado bolsas de un quintal de trigo durante todo el día. Nuestro joven amigo también está exhausto pero no logra conciliar el sueño, sobre todo porque el alboroto de la fonda no cesa durante toda la noche. Un acordeón suena en la lejanía y una entonada voz desliza una canzoneta italiana plena de nostalgias, lo que también conmueve a nuestro personaje cuando al fin cae en una suave duermevela. Pero a las cinco menos cuarto Don Anselmo se acerca a su camastro y le pega un buen sacudón: “Muchacho, arriba, que el Inacayal ya está cargando vapor!”.
Todavía es de noche en el puerto de Carmen de Patagones y la oscuridad es casi total, dos o tres fogatas iluminan las siluetas de las estibas y los hombres que se mueven en el muelle nacional, más chico que el de Mihanovich, en donde están atracados los vapores que viajan río arriba. Varias jaulas con aves de corral y lechones están siendo cargadas sobre la cubierta del “Inacayal” y uno de los morenos que las acarrea sobre una zorrita de mano cuenta que “son para el señor Bertorello que está fundando un establecimiento modelo a la altura de Pringles”.
El contramaestre Guzmán divisa a Agustín y le pega el grito “usted, el joven que viaja a Choele Choel, venga que lo llevo a su camarote!”. Así el muchacho queda alojado en un pequeño compartimiento de dos por dos, con dos cuchetas, ubicado justo debajo del puente de mando. Su compañero de viaje será, para alegría de Agustín, un joven novicio salesiano que ya está ubicado allí rezando el rosario. Muy pronto el capitán Abel hará sonar el estridente silbato del vapor y comenzará la travesía.
La caldera del barco parece a punto de estallar y de pronto con un ruido metálico de bielas le transmite movimiento a la hélice. El buque se pone en movimiento, aguas arriba del muelle nacional, con su capacidad completa de 12 pasajeros y seis tripulantes, llevando abundante y variada carga de postes de madera dura, rollos de alambre, bolsas de trigo y semitín para alimento de ganado, algunos tanques de kerosene, artículos de almacén variados y las susodichas jaulas con lechones y gallinas de raza seleccionada.
Agustín acomoda su valija de cartón debajo de la cucheta, en el pequeño habitáculo que le toca compartir con un joven vestido con sotana, que parece un sacerdote. “Me llamo Miguel de Salvo” se presenta el joven clérigo, “en realidad todavía no estoy consagrado como sacerdote, soy nada más que un novicio” se preocupa en aclarar.
Poco más tarde, en una habitación de cuatro por cuatro que hace las veces de salón comedor y lugar de estar, con un par de largas mesas, se presentan los demás pasajeros del viaje: un comerciante libanés de apellido casi imposible de pronunciar que lleva su valija repleta de artículos de mercería, dos agentes de policía del Territroio que viajan hasta Conesa para buscar un preso, cuatro inmigrantes italianos recién llegados que sólo hablan un infame cocoliche y van buscando un pariente radicado quizás en algún punto del itinerario, un taciturno funcionario del ministerio de Obras Públicas que tiene que hacer un relevamiento de la costa, y... lo mejor de todo: dos jóvenes maestras entrerrianas: Delfina Guadalupe y María Delfina, que van con su nombramiento bajo el brazo hacia Choele Choel.
La navegación de la primera jornada tiene buen ritmo y van dejando atrás las islas cercanas a Patagones. Casi a la misma hora en que el cocinero está sirviendo un humeante puchero el barco atraca en el paraje San Javier, donde tiene que hacer su primera descarga de mercadería: los postes de quebracho.
Uno de los policías, ya acostumbrado a esta clase de travesías, comenta acodado en la barandilla “una vuelta tiempo atrás el contramaestre se confundió las guías de carga y descargó por acá unas camas de hierro que venían desarmadas confundiéndolas con los caños de un molino. Pero cuando llegamos a Conesa se descubrió la confusión, porque allá las camas que eran de tipo matrimonial eran esperadas por dos parejas de novios dispuestas al casamiento... imagínense la desilusión y el alboroto que se armó”.
El viaje sigue con un par de nuevas detenciones, para dejar una carta a un poblador que se acerca en un bote y para recibir una nueva encomienda que va para el paraje Negro Muerto. El pulso del capitán Abel se mantiene firme y como el río trae buena cantidad de agua no es difícil esquivar los pedreros.
Otra de las alternativas es el cruce con una balsa cargada de troncos de gruesos árboles, seguramente talados en proximidades de la costa. El Inacayal se les pone a la par y uno de los hombres del río salta a la embarcación mayor, colgándose de un cabo. Hay una breve operación comercial, con regateo incluido, y el leñatero vuelve con un pantalón y una camisa flamantes que le compró al comerciante libanés.
Cuando el sol comienza a esconderse detrás de los sauces de la orilla la marcha se va ralentando; y todos los tripulantes observan atentos la costa de la margen derecha, hasta que uno de los marineros pega el grito: “allí está el vasco Iturrieta”. Entonces el barco se detiene, se tira el ancla y llega la invitación del capitán “vamos a bajar en botes para comer un asado con un amigo de la compañía y después volvemos al Inacayal para dormir y bien temprano seguir navegando”.
Casi todos aceptan gustosos el convite, salvo el novicio, el comerciante libanés y el funcionario de Obras Públicas, que temen que la ingesta de carne les caiga pesada para el sueño y prefieren, en cambio, tomarse un tazón de mate cocido con pan remojado en el mismo vapor.
El asado, realizado al mejor estilo criollo en un hierro clavado en el piso junto al pobre pero limpio rancho del vasco Iturrieta, está delicioso y todos lo disfrutan. Menos los cuatro inmigrantes italianos que no saben desenvolverse con un cuchillo y un pedazo de pan como únicos cubiertos.
Nuestro amigo Agustín, ducho en estas cuestiones camperas, hace demostración de sus conocimientos y del buen filo de su cuchillo verijero; y sobre todo se brinda en atenciones con las maestras, alcanzándoles los mejores bocados. La cordialidad da pie, entonces, para que se inicie una conversación. “Dígame señorita ¿yo escuché mal cuando ustedes se presentaron hoy o las dos se llaman Delfina?”, interroga Agustín. Una de las muchachas, la de bucles castaños, contesta enseguida: “Sí, yo soy Delfina Guadalupe y mi amiga se llama María Delfina, lo que pasa es que allá en nuestra provincia de Entre Ríos es un verdadero honor para las mujeres llevar el nombre de Delfina, porque así se llamaba la valiente esposa de nuestro caudillo, el supremo entrerriano don Francisco Pancho Ramírez”, explica con la gracia propia de la tonada litoraleña.
Agustín se queda mirándola un largo rato y ella, la maestrita, siente que el rubor le gana la cara, lo que procura disimular con un comentario sobre una bandada de patos que sobrevuela el lugar, seguramente buscando refugio para la noche cercana. “Me hacen acordar a los pájaros de nuestro río Uruguay” dice, en un suspiro.
Para entonces el cielo se puso oscuro y el contramaestre da la orden “hay que volver al bote, hay que volver al barco”. Un rato después todos están en sus respectivos camarotes, pero el chacarerito de Dorrego esa noche tampoco puede conciliar enseguida el sueño, un poco por la excitación del viaje y otro poco porque en el latir de su pecho hay sensaciones nuevas para su alma. Además afuera, sobre la barandilla, los dos agentes de policía fuman y se cuentan historias de aventuras sentimentales, que naturalmente despiertan el interés de nuestro joven viajero en pleno descubrimiento del mundo.
El segundo día de navegación se presenta lluvioso y todos los pasajeros deben permanecer encerrados entre los estrechos camarotes y el compartimiento que hace las veces de comedor y sala de estar. Agustín charla un rato con su compañero de dormitorio, el aspirante de cura Miguel de Salvo, que le cuenta de sus planes en cuanto a la educación de los niños de hogares humildes bajo la inspiración de Don Bosco; después juega una interminable partida de truco con los policías y el funcionario del ministerio de Obras Públicas. Más tarde, entre risas y ocurrencias campestres, trata infructuosamente de mantener un charla coherente con los inmigrantes italianos; y es autorizado un rato por el capitán Abel para permanecer en la cabina de mando observando las maniobras entre islotes y peligrosos raigones que trae el río.
Pero, en realidad, todo el tiempo Agustín está esperando que las maestras salgan de su camarote, anhelando volver a encontrarse con aquellos ojos que la noche anterior lo hechizaron, mientras comían un sabroso asado en la costa.
Mientras tanto, bajo la persistente lluvia otoñal, el barco de carga variada y pasajeros sigue cumpliendo su misión. Se detiene en Pringles, el pueblo que hoy se llama Guardia Mitre, para realizar la complicada descarga de los jaulones con aves de corral y lechones, que son trasbordados a una chalana que los llevará entre las islas al establecimiento del señor Bertorello; pero allí también tienen que cargar más de cien fardos de pasto que llevan por destino Choele Choel y mientras los están subiendo a la planchada uno de los marineros se cae al agua.
Resulta que el pobre muchacho, un mulato grandote del barrio de los negros de Patagones, no sabe nadar bien y la correntada amenaza con arrastrarlo río abajo, ante la mirada desesperada de todos. Hay un momento de tensión hasta que el contramaestre logra rescatarlo con un salvavidas atado a un cabo de soga. Este episodio, con la gritería consecuente, logra lo que Agustín tanto esperaba: que las maestras salgan a la cubierta. Allí están las dos, pero la atención de nuestro amigo está dirigido a una de ellas: Delfina Guadalupe.
Se cruzan las miradas del chacarerito de Coronel Dorrego y la docente de las sierras de Montiel y una chispa vuelve a brillar. Sí, algo vibra al unísono en los corazones de los dos jóvenes que están allí en ese vapor de la flota del río Negro, viajando por el correntoso “Currú Leuvú” en búsqueda de un nuevo porvenir para sus vidas. Pero el diálogo silencioso de los ojos se interrumpe cuando el futuro religioso De Salvo propone a todos que se rece un Padrenuestro en agradecimiento por el afortunado rescate del marinero en apuros.
Más tarde, en el comedor bajo la convocatoria de una humeante sopa de verduras recién cosechadas de una quinta de la costa, Agustín y la joven maestra vuelven a enhebrar una charla sobre temas del viaje. “¿Te piensas quedar en Choele Choel?” pregunta el muchacho y ella contesta “Nos ofrecieron cargos en la escuela de Buena Parada, que está por la zona del río Colorado, y si la casa para vivir es limpia y no tiene goteras allí nos quedaremos”. El pecho de Agustín pega un salto grande, él confía que su sobrada experiencia como tambero le servirá para emplearse con los curas salesianos en el pueblo de los galeses (más tarde bautizado Luis Beltrán), y calcula que estará a no más de un día de viaje del destino de la dulce maestrita que cada vez le gusta más.
El viaje en el “Inacayal” se torna monótono y sólo resultan divertidas las escalas, cuando entre los paisanos de la orilla y los tripulantes se arman diálogos a los gritos porque la distancia de cien o doscientos metros y el ruido de las bielas del vapor no favorecen la buena audición. Se escuchan cosas como estas: “Capitán ¿no me mandaron el tarro de acaroina?, me mandó avisar mi compadre que se lo encargaba en este viaje...” “Mirá gringo a tu compadre no se lo ve por Patagones hace más de dos semanas, me parece que se fue a trabajar a la salina grande”. “¿Cómo a la salina, si me dijo el Aniceto que lo vio el mes pasado que se iba para el puerto de Saco Viejo?”. “No, en el boliche de Rotundo se comentaba que está en la salina”. ”Entonces, del desinfectante nada?”. “No, gringo, esta vuelta no tengo nada para vos”. Así el paso del barco no solamente es importante para los pobladores por la llegada de mercaderías sino como medio de transmisión oral de todo tipo de noticias.
Cuando las noches son claras, favorecidas por la luna llena, el capitán Roberto Abel se anima a navegar un par de horas en la semioscuridad, pero si no hay buena visibilidad enseguida para la máquina, hace tirar el ancla y un par de cabos que sujetan al vapor de un árbol suficientemente fuerte para pasar la noche. “Una imprudencia puede significar llevarse por delante algún raigón que venga flotando y abrir un rumbo en el casco” advierte, con voz de experiencia.
En una de las tantas sobremesas nocturnas, después de un puchero de gallina que estaba para chuparse los dedos, Abel prende su pipa mientras sueña con los ojos abiertos: “Ya llegará el día en que la navegación del río Negro se haga con barcos más grandes y cómodos, que se hagan los dragados y muelles de amarre donde corresponda para que todo sea más seguro; y cuando se construya el canal navegable desde la Travesía del Turco hasta San Blas, podremos conectarnos también por el mar por ese lado y la economía de toda la región va a florecer... yo sé que quizás no lo voy a ver, pero este río será la gran vía de transporte y comunicación”. (Acotemos aquí que los sueños del capitán Abel y de muchos otros que creyeron en esa forma de desarrollo nunca se concretaron y el transporte fluvial habría de desaparecer en los años ’40)
Ante este comentario el funcionario del ministerio de Obras Públicas rompe su habitual silencio y hace una acotación oportuna: “Esperemos, señor Abel, que en los despachos de Buenos Aires entiendan que este proyecto es muy serio y conveniente para toda la zona; y que no lo maten los intereses de Bahía Blanca, que quiere seguir siendo el único gran puerto del sur argentino”.
El marino, que escuchó con atención, dice finalmente: “depende de nosotros, los habitantes del sur, saber defendernos y hacer escuchar nuestra palabra”.
Pasan los días y el vapor “Inacayal” llega con fortuna, después de nueve jornadas de derrotero, hasta la floreciente localidad de Choele Choel. ¿Qué pasa con Agustín y Delfina Guadalupe en ese momento? Se miran con cálido cariño, pero apenas se despiden con un tenue roce de sus manos, pudoroso e ingenuo. Quedan de acuerdo en encontrarse en Buena Parada para las fiestas del 25 de Mayo, cuando sea celebrado con entusiasmo el primer Centenario de la Revolución de Mayo; y hasta entonces la esperanza se convertirá en un pájaro en sus almas. Porque el tiempo transcurre más rápido cuando se tiene una ilusión.
La pequeña historia de estos jóvenes, como tantas otras que ocurrieron sobre las cubiertas de los vapores que navegaban el río Negro es sólo un homenaje a tantos pioneros del trabajo en todas sus formas, personajes sin nombre que dejaron su huella anónima en el pasado, para que nosotros podamos construir nuestros relatos imaginarios.