jueves, 30 de julio de 2009

Hace 110 años la gran inundación produjo enormes daños en Viedma y Patagones

Imágenes que lo dicen todo, arriba la calle Roca de Carmen de Patagones; abajo la plaza Vintter (hoy Alsina) en el centro de Viedma. El agua arrasó con las dos poblaciones.
Hace 110 años, en julio de 1899, Viedma sufrió los efectos de una devastadora inundación que también cubrió la totalidad del valle inferior y las partes bajas de Carmen de Patagones. El desborde simultáneo del río Negro y la laguna El Juncal, ese inmenso mar de agua dulce ubicado a espaldas de la antigua Capital del Territorio, tuvo efectos tremendos y provocó un colapso institucional, en el que fue necesaria la intervención del presidente Julio Argentino Roca.


El 27 de julio fue el día más terrible, cuando las aguas desbordadas llegaron al punto máximo, de mayor altura. En Viedma la única edificación importante que logró mantenerse incólume al avance devastador de la formidable masa hídrica fue el Colegio de San Francisco de Sales, que había sido construido apenas nueve años antes en la manzana ubicada enfrente de la plaza Vintter, hoy llamada Alsina. En la esquina de las actuales calles Colón y Rivadavia, sobre el tablero de la pared de lo que fue la capilla del colegio y hoy alberga a la biblioteca popular Bartolomé Mitre, una placa señala: “Altura máxima de las aguas en la inundación de 1899”. Es un punto ubicado a dos metros sobre el nivel de la vereda. No hay ninguna otra huella del desastre. La reconstrucción posterior de la ciudad, a partir de agosto de aquel mismo año y con pleno apoyo oficial después del decreto del presidente Julio Argentino Roca del 9 de mayo de 1900, no dejó ningún testimonio físico de la inundación. Sólo se conservan algunas pocas fotos, como aquellas que fueron tomadas desde el observatorio meteorológico de los curas salesianos en el pináculo de la torre del reloj y en la zona portuaria maragata. La visión que muestran esos documentos es aterradora, todo es un mar, hacia el lugar que se mire.
El avance de las aguas
Las crónicas de los periódicos de la época y de los informes elevados por los sacerdotes a la inspectoría de la obra de Don Bosco permiten armar el relato cronológico de los acontecimientos.
La creciente del río, como consecuencia de intensas lluvias producidas en la alta cuenca del Limay en los meses de mayo y junio, avanzó desde el Alto Valle llevándose todo por delante. La población del Fuerte General Roca quedó inundada entre el 16 y el 20 de julio. La inauguración oficial de la línea ferroviaria desde Bahía Blanca hasta Roca, que se había previsto para el primero de julio con la presencia del propio presidente Roca (con el obvio homenaje a su persona), tuvo que hacerse sobre el tren a la altura de la localidad de Chelforó porque las aguas había cortado el terraplén de las vías.
El río venía hinchado y las inundaciones de sus valles se produjeron de acuerdo con la disímil altitud de cada una de las depresiones. El pueblo de General Conesa quedó totalmente bajo las aguas el día 23 de julio, pero en Viedma ya había alarma el 18. El gobernador José Eugenio Tello, cuya actuación en los momentos más críticos del desastre sería ejemplar, dispuso evacuar la sede de la Gobernación, que estaba ubicada en la esquina de las actuales calles 25 de Mayo y San Martín; y ordenó la construcción de terraplenes de defensa sobre la zona costera. Para el día 20 llegaban a Viedma las noticias de la destrucción total de Pringles (hoy Guardia Mitre) y San Javier.
Un relato impecable
Un anónimo cura salesiano fue el redactor del informe remitido a sus autoridades religiosas, donde se narran con detalles impecables algunos momentos de aquellas jornadas de desconsuelo y temor. Las citas fueron tomadas de un artículo del número 18, junio de 1997, de la revista “La Galera”, y las consultas ante historiadores de la orden de Don Bosco no lograron identificar al autor del escrito.
“El 1 de julio llegaron aquí las primeras noticias de la inundación y el día de la Virgen del Carmen (16) el río Negro comenzó a salirse de madre. La autoridad y la población entera no se dieron punto de reposo para conjurar el peligro, levantando por todas partes grandes terraplenes. (…) La tarde del día 21 empezaron las aguas a abrir brecha en los terraplenes que defendían el NO del pueblo y a inundar este en su parte más baja. La mañana del 22 vi desde nuestro observatorio avanzar rápidamente enormes masas de agua que al caer sobre el pueblo rompieron toda barrera y en menos de media hora todo quedó inundado”. “En las cárceles el agua subió desde los primeros momentos a dos metros, los presos se salvaron habiendo sido trasladados a Patagones debidamente custodiados. (...) En la plaza de la Gobernación (las aguas) subieron en pocos momentos a cinco metros. (...) El 23 no obstante la festividad del día que era domingo, todo el mundo, también nuestros hermanos y algunos de los niños más crecidos trabajaron con febril actividad para sacar de las casas y trasladar a lugar seguro lo que más pudieran. (...) El 24 llegó el vapor Pomona con algunos socorros, y 24 barcas para el salvamento. Accediendo a mis instancias las autoridades trasladaron a nuestras casas las oficinas de la gobernación, de la comisaría y del telégrafo con todo el personal respectivo. (…) El día 25 amanecimos aislados y rodeados por todas partes por las aguas, que cubren completamente la plaza Vintter, frente a nuestros edificios. Esta plaza, destinada a mercado, ocupa uno de los puntos más elevados de Viedma, así que al cubrirla las aguas, sólo quedaban todavía libres nuestras casas y la iglesia. El agua, en tanto, había llegado a los tres metros en la plaza, por lo que las autoridades valiéndose de la fuerza armada obligaron a las personas que aún quedaban a abandonar el pueblo, lo que hicieron también al momento las Hijas de María Auxiliadora y nuestros Hermanos, menos cinco que quedaron conmigo y con el ingeniero Schieroni” ”.
Otros párrafos del informe salesiano consignan que ·”al anochecer del día 26 el señor gobernador nos mandó una orden perentoria para que nos trasladáramos todos a Patagones, a excepción del ingeniero (se refiere a Eliseo Schieroni) y dos hombres que debían pasar la noche sobre una barca que se les había dejado de reserva. (...) Los días 27 y 28 aumentó la creciente y el agua subió a dos metros en nuestro Colegio. Y como si aún no fueran bastantes nuestras desgracias un viento huracanado acabó de poner la nota lúgubre a tamaño cúmulo de desastres y miserias”.
Ya para entonces la totalidad de la población de Viedma, estimada según las diversas fuentes históricas en unas 600 personas, había sido evacuada a Carmen de Patagones. Pero la elevada población maragata también sufrió los efectos de la crecida y el agua anegó todo el sector del puerto. Hay viejas fotos que muestran el patio interior del edificio que hoy ocupa el museo histórico Emma Nozzi convertido en una laguna, con un bote desde el cual se rescatan muebles y personas. El torrente también avanzó por la calle Roca hasta los primeros escalones del caserón de la familia Sassenberg, hoy conocido como el “castillo de Landalde”.
A pesar de la situación de emergencia las crónicas de la época no mencionan la existencia de ninguna víctima fatal. Solamente se encontró la referencia a una niña ahogada en el relato que, allá por 1979, efectuó a periodistas del diario “Río Negro” el viejo vecino maragato Otto Becker, testigo de la inundación cuando tenía unos pocos años de vida.
El gobernador Tello, que supervisó personalmente la evacuación y rescate, y con el ingeniero Schieroni organizó las débiles obras de defensa, instaló el gobierno del territorio de Río Negro en Patagones, pero a principios de agosto el gobierno nacional dispuso el traslado a Choele Choel. Ya para entonces las aguas estaban bajando y cuando llegó la primavera de ese año la gente empezó a reconstruir sus viviendas. En noviembre de 1899 el presidente Roca dispuso crear una comisión técnica que dictara un informe sobre el lugar más conveniente para el reasentamiento de la capital territoriana. El ingeniero Cesar Cipolletti opinó favorablemente por Choele Choel, mientras el ingeniero Luis Silveyra y el propio gobernador Tello votaron para que siguiera siendo Viedma y en ese sentido se volcó la decisión presidencial. Eugenio Tello defendió a Viedma ante el Gobierno Nacional con pasión y acertados criterios, muchos de ellos inspirados por su amigo el ingeniero Schieroni. Por eso a Tello se lo denominó el “refundador de Viedma” después de la catástrofe de la inundación del 99.
El desastre
Un artículo del periódico “La Capital”, de julio de 1922, relata que en aquellos momentos dramáticos “el gobernador Tello que andaba en un caballo overo ensillado con recado, recorriendo los suburbios de Viedma ya inundados a inmediaciones de lo de Humble, barrio de las piedras y cercanías de la chacra de Berreaute, tuvo conocimiento que la última defensa del pueblo construida en la parte oeste de la actual casa del doctor Hildemann y la de doña Canuta Centeno había sido arrasada por las aguas que invadieron seguidamente la plaza Alvear (actual San Martín) y casas que la circundaban”.
Acerca de las razones de la crecida y el arrastre de las aguas cabe consignar por último que no sólo cedieron las defensas de la costa sino que Viedma se vio anegada fundamentalmente por la salida de madre de la laguna de El Juncal, ese enorme espejo de agua ubicado a las espaldas de la ciudad, un poco más allá de donde hoy se encuentra el barrio Mi Bandera, que se extendía desde el Zanjón de Oyuela hasta cerca de la desembocadura. Había pasado la inundación, la capital del territorio empezó a reconstruirse, pero por delante los viedmenses tenían el gran desafío de secar la laguna. Hubo varios intentos y debates estériles, finalmente entre 1927 y 1928 se cerraron los boquetes que permitían el ingreso de agua y las obras de defensa. El escurrimiento y secado por evaporación de la gran laguna se demoró una década más.



miércoles, 22 de julio de 2009

El penoso abandono de los viejos galpones ferroviarios de Patagones

Arriba el interior del enorme galpón donde guardaban los coches dormitorios, abajo ese depósito y el taller de mantenimiento para locomotoras y vagones; todo en estado de abandono y destrucción.
Coro Ferría y su esposa Adela brindaron sus recuerdos al cronista. El "Negro" Ferría recordó en particular la intensa actividad en aquellos galpones, en otros tiempos.



Sobre el lateral del boulevard Juan de la Piedra, en el amplio predio de la estación ferroviaria de Carmen de Patagones, se encuentran en desgarrador estado de abandono dos enormes galpones. Fueron construidos hace más de 80 años y servían para depósito de vagones de pasajeros y mantenimiento de locomotoras.

El objeto de esta crónica es el rescate del olvido, pero también el estímulo de algunas ideas soñadoras sobre el destino que pudiera dársele a esas enormes construcciones si alguna vez se lograse ponerlas bajo jurisdicción municipal y restaurarlas para uso de la comunidad.
Coro y sus recuerdos
Para el primer propósito, la reparación de la memoria, fue entrevistado Francisco Aníbal “Coro” Ferría (95 años por cumplir el 13 de octubre) quien recibió al cronista en la atenta compañía de su esposa Adela.
Coro fue mecánico del ferrocarril y trabajó en la estación de Patagones. Estuvo mirando las fotos, en la pantalla de la PC portátil, y enseguida desgranó sus recuerdos.
“Este galpón (el de paredes revocadas y techo recto) era para reparación y mantenimiento de locomotoras, con dos vías y sus correspondientes fosas. El tren pasaba para el fondo, para el triángulo (un trazado de vías que permitía invertir el sentido de marcha completo de una formación sin desenganchar la locomotora) y la máquina entraba cuando volvía. En el otro (el de ladrillo a la vista y techo de dos caídas) se guardaban los coches dormitorios, que quedaban acá cuando el tren iba para Bariloche, y se volvían a enganchar después a la vuelta; tenía portones y entraban seis vagones, en las dos vías interiores. Se trabajaba mucho, en la limpieza y revisión de los coches de acuerdo con el parte que pasaba el mecánico del tren, que avisaba si faltaba alguna lámpara o fallaba un freno, lo que hiciese falta”.
Ferría sintió enorme pena en su alma de ferroviario al observar el estado ruinoso de aquellos antiguos ámbitos de su trabajo: ”pensar que aquí hacíamos tantas cosas, en la parte de taller se levantaban las locomotoras con un gato hidráulico y se cambiaban piezas, una rueda por ejemplo; y ahora, qué lástima que no se usen para nada”.
En el transcurso de la charla, como siempre animada con anécdotas de todo tipo, no faltó el recuerdo de penosos accidentes laborales, que en oportunidades diferentes costaron la vida de dos operarios, en ese sector de los galpones. “Uno fue un muchacho Suracce, al que lo agarró una rueda cuando estaba enganchando vagones y otro un tal Nardi, de Bahía Blanca, quedó atrapado por el fuelle entre dos coches” rememoró.
Los galpones ferroviarios estaban abiertos durante todo el día, con tres turnos de 8 horas, porque en cualquier momento se podía presentar una necesidad de servicio. Cada turno tenía un mecánico y su ayudante, un movedor (que era el encargado de las máquinas), peones de limpieza y cambista, en total unas 10 personas; sin contar el personal de vías y obras, de las cuadrillas fija y volante, ni el de las oficinas de despacho de pasaje, telégrafo y encomiendas. Una familia de trabajo, con aproximadamente 200 personas en plena acción, para atender el intenso movimiento de la estación de Patagones. Tres veces por semana corría el tren de ida Plaza Constitución-Bariloche, con tres regresos; otros dos días había tren de Constitución a San Antonio Oeste, con su correspondiente vuelta; y un servicio diario entre Patagones y Bahía Blanca; además de los trenes de hacienda, a veces dos veces por día; y los del trigo, hasta cuatro trenes diarios en época de cosecha.
El proceso de aniquilación de los ferrocarriles llegó en distintas etapas y la estación maragata se llenó de yuyos, de nostalgias y tristezas. En la actualidad un solo tren llega por semana, y la actividad es casi nula.
Después el ferrocidio
Esta lamentable realidad de abandono y paulatina destrucción de los imponentes galpones ferroviarios se repite a lo largo y a lo ancho del país. Forma parte del fenómeno que el historiador ferroviario argentino Juan Carlos Cena llama “el ferrocidio” (el asesinato del ferrocarril) y reconoce, entre sus primeros antecedentes, el “Plan Larkin” (pergeñado en los Estados Unidos por un militar con ese apellido) que intentó instrumentar el presidente Arturo Frondizi en 1961 y originó la más prolongada e intensa huelga de trabajadores del riel de toda la historia gremial nacional. La sistemática destrucción del sistema ferroviario, con el objetivo avieso de eliminar servicios de carga y pasajeros para dejar esas explotaciones en manos de las empresas de transporte terrestre, avanzó en tiempos de la llamada Revolución Argentina (dictadura iniciada por Ongania, en 1966), se ratificó durante la administración Alfonsín (su ministro de Obras Públicas, Rodolfo Terragno elaboró un plan de privatización, que no llegó a poner en marcha en 1988); y se concretó con Menem en el poder, hacia 1994-95.
Cuando los ramales murieron estas gigantescas construcciones quedaron en desuso, como fantasmales osamentas, en algunos casos rodeadas de ingentes montañas de chatarra compuestas por locomotoras y vagones raleados de servicio.
Sobre esta triste historia es muy valioso el aporte realizado por el diputado nacional electo y calificado cineasta Fernando “Pino” Solanas en su documental “La próxima estación”.
La película refleja que ochenta mil trabajadores fueron despedidos, ochocientos pueblos se convirtieron en fantasmas y un millón de personas emigró hacia las ciudades capitales. Para Solanas, fue el mayor golpe que recibieron las economías regionales. Los 37 grandes talleres donde se fabricaban vagones y locomotoras fueron saqueados, sin que la Justicia haya condenado a sus responsables.Al pasar la totalidad del transporte de carga y pasajeros a las carreteras, el sistema entró en crisis y los accidentes se multiplicaron. Nunca los servicios fueron tan precarios ni los pasajeros tan maltratados.Otras caras del drama
Bahía Blanca fue uno de los principales nudos ferroviarios del interior del país, el más importante de todo el sur argentino en función de su puerto de ultramar. El amplio sector de la estación noroeste presenta hoy el deplorable paisaje de los galpones abandonados y saqueados, allí cerca se levanta el llamado “Barrio Inglés” casi destruido; hay estaciones olvidadas como Empalme Grünbein que son como un monumento del fatal desguace. Cuando la municipalidad inauguró la nueva estación Terminal de Ómnibus se ordenó la demolición del galpón de cargas, totalmente realizado en ladrillos, aunque una serie de reclamos de profesionales de la arquitectura y estudiantes intentaron convencer al intendente Cristian Breitenstein que esa construcción puede ser reciclada para usos culturales. El detalle de todos estos atentados contra el patrimonio ferroviario bahiense se puede encontrar, con excelentes fotos, en el sitio http://www.labahiaperdida.blogspot.com/ que produce Mario Minervino, ingeniero y estudioso de los temas urbanísticos, activo defensor de los bellos y emblemáticos edificios que aún lucen como joyas en la geografía de Bahía Blanca.
Por suerte hay sitios de la región en donde se ha logrado detener a tiempo el proceso destructivo. En la ciudad de Río Colorado las gestiones del municipio dieron resultado y la estación de trenes pasó al ámbito de la comuna, donde la dirección de Cultura instaló talleres que maneja la fundación Música Esperanza; en tanto el galpón de cargas de chapa alberga un confortable teatro, creado por la Cooperativa Quetren Quetren.
¿Qué hacer en Patagones?
Las autoridades municipales de Patagones no son indiferentes al imparable daño que sufren los galpones ferroviarios, las viviendas del personal, la propia estación de pasajeros y otras instalaciones. El subsecretario de Planificación, Alfredo Ruiz, dijo a que “la primera cuestión por resolver es obtener el traspaso a la municipalidad de todas esas tierras y sus instalaciones, que actualmente están en la órbita de la Unidad Ferroviaria provincial; se ha formulado varias veces este pedido pero la respuesta es negativa”.
“Un proyecto ambicioso sería sustituir la actual estación por otra instalada sobre la misma vía que conduce hacia el puente, de forma tal que se evitara ese largo trayecto de entrada y salida de los trenes, y de esa forma se recuperara todo ese espacio que actualmente limita el crecimiento de la ciudad” añadió.
Con respecto al uso que pudiese dársele a los viejos galpones que nos ocupan en esta nota aventuró que “podrían ser reciclados para usos culturales, deportivos y comunitarios”.
También fue consultada la directora de Patrimonio, Mónica Herrero, quien dejó volar su imaginación y dijo que “sería interesante instalar en ese predio un conjunto de elementos para la revalorización de la historia de los medios de transporte y de producción agropecuaria, abarcando no sólo el ferrocarril sino también carros y maquinaria rural”.
Con estos datos, finalmente, este cronista propone la instalación de un sueño en el imaginario popular de los maragatos. Se trata de soñar que en los viejos galpones ferroviarios se instale un museo de los medios de transporte, que permita rescatar del abandono el carretón “La Pichona” (que fue de la firma Pozzo Ardizzi y hoy está castigado por la intemperie en el predio del club Fuerte del Carmen) y otros carruajes de gran valor histórico que yacen por campos del partido. También en ese sitio se instalarían piezas ferroviarias (hay un buggy completo en la vieja playa de maniobras), arados, máquinas cosechadoras y tractores antiguos; restos de viejos camiones y motoniveladoras (hay mucho rezago de ese tipo en baldíos y depósitos municipales), y todo aquello que contribuya a la reconstrucción del pasado en materia de locomoción para personas y cargas, trabajo rural y otras actividades relacionadas.
Un sueño, por ahora.

sábado, 18 de julio de 2009

Fernando Molinari, médico de trato amable, a cien años de su natalicio

Fernando Enrique Molinari en sus años mozos (arriba) y en junio de 1968 al dejar la dirección de su querido hospital de Viedma, en manos de su colega Mario Gée que habla en el acto (abajo) Se cumplió el centenario del nacimiento de Fernando Enrique Molinari, el médico de trato amable, el vecino distinguido, el chacarero de espíritu optimista. Una personalidad recordada en Viedma, la ciudad que adoptó como suya en los años ’40, y defendió con pasión en los tiempos de la primera convención constituyente de Río Negro.

El 7 de julio del año 1909, en la ciudad bonaerense de Junín, nació Fernando Enrique Molinari. Para los viejos vecinos memoriosos de Viedma este nombre está asociado con el ejercicio ético y solidario de la medicina, la caballerosidad entendida en toda la real dimensión de su palabra, la amabilidad más exquisita y una constante preocupación por el crecimiento de la ciudad que adoptó como propia, donde fundó una familia y crió a sus tres hijos, quienes a su vez lo rodearon de una alegre y bulliciosa bandada de nietos.
Una parte de la información para la elaboración de este perfil del doctor Fernando Molinari la tomamos de la ordenanza 3038 de la Municipalidad de Viedma, cuando el Concejo Deliberante, en ese momento presidido por el profesor Nilo Fulvi, le otorgó la distinción de ciudadano ilustre.
Aquel homenaje se cumplió el 21 de abril de 1994, apenas tres años antes del fallecimiento del apreciado vecino, ocurrido el 7 de diciembre de 1997.
De Junín a Viedma
Como ya dijimos había nacido en Junín, en un hogar de humildes pero muy laboriosos inmigrantes italianos. Hizo sus estudios profesionales en la facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires, donde se recibió hacia 1942. Ya para entonces había conocido Viedma, en donde vivía su hermana, casada con el gerente de la sucursal del Banco de la Nación Argentina. El límpido paisaje del río Negro, el aire patagónico, la tranquilidad provinciana, le hicieron soñar con elegir esta ciudad como destino para su vida profesional. En ese momento todavía no tenía el título, pero le faltaban sólo dos materias para recibirse.
Tomó contacto con el doctor Domingo Harosteguy, reconocida figura de la medicina local, caudillo radical de Patagones, quien creyó prudente advertirle al joven Molinari que en las dos ciudades ya había por entonces demasiados médicos.
Sin embargo pocos meses después, cuando Fernando Molinari ya había recibido su título y se disponía a establecerse en Junín, recibió una llamada del mismo doctor Harosteguy, convocándolo de inmediato para que trabajara a su lado.
En 1945, ya establecido en Viedma, se casó con Elida María (Pirincha, para los allegados) Otárola y de ese matrimonio habrán de nacer sus tres hijos: Fernando, Eduardo y María Inés. En ese mismo año 1945 ingresó al flamante hospital nacional regional de la Capital del Territorio, que dirigía su amigo el doctor Antonio Sussini. Más adelante le tocará ejercer la dirección del hospital viedmense, cargo en el que (como veremos más adelante) fue reemplazado por su colega, el médico Mario Gée. En conjunción con otros pares, como el doctor Gregorio Iturburu, también fue miembro fundador de la clínica Viedma en los años sesenta; además de atender con puntualidad exacta su consultorio particular en un ala de su domicilio familiar.
Ejerció como “medico de familia” o “médico de cabecera”, sin horarios para asistir al enfermo de cualquier condición social en cualquier punto de Viedma o Patagones, siempre pulcro y amable, cuidadoso con sus diagnósticos; era de esa clase de profesionales que no se apura a recetar medicamentos, sino que espera que el paciente evolucione.
Los primeros años de casado y en familia los transcurrió en una casa alquilada de la calle Sarmiento, entre Saavedra y Belgrano, hasta que ya para principios de los años 50 resolvió hacerse construir su propia residencia. Con el asesoramiento de calificados profesionales hizo diseñar el confortable y muy bello chalet de la esquina de Alvaro Barros e Yrigoyen, enfrente de la plaza Alsina, una construcción que constituyó en su momento un valioso aporte a la estética urbana de la ciudad y aún hoy, en el marco de una Viedma que crece aceleradamente, mantiene su prestancia y estilo.
Pelotari y buen vecino
Fernando Molinari, como buen médico, sabía de la importancia de la práctica de los deportes y por eso fue activo jugador de pelota a paleta; socio y dirigente del club social Viedma impulsó la construcción de la primera cancha cubierta de esa especialidad en el edificio de la entidad sobre la calle Roca, enfrente de la Jefatura de Policía, en donde hoy funciona el Ipross.
No fue indiferente a la política y al proceso de fundación de la provincia de Río Negro. Era amigo dilecto de Edgardo Castello y presidió en 1957 la Comisión pro Viedma Capital, cuando sesionaba la primera convención constituyente y era necesario defender a esta ciudad de los intereses del Alto Valle.
Esa comisión de notables contó también con la participación de José María Diego Contín, Regino Casales, Julio Morchio, Angel Arias, Julio Gianni, Guillermo Humble, José María Mendioroz, Aníbal Colombo y Juan Carlos Tassara. Este grupo de vecinos realizó viajes a Buenos Aires y Bahía Blanca, con el objeto de obtener expresiones de solidaridad para la causa que consideraban justa y urgente.
Tiempo después, superadas esas controversias, siempre comprometido con el crecimiento de Viedma se sumó con entusiasmo a la sociedad con varios vecinos para la construcción del Hotel Provincial y también fue accionista de una frustrada planta deshidratadora de hortalizas en el parque industrial. Por lo mismo creyó en el futuro de la capital ligado al Instituto de Desarrollo del Valle Inferior y puso sus sueños en una chacra bajo riego, explotándola con uno de sus hijos.
Aquel 21 de abril de 1994, en una de las salas del Centro Municipal de Cultura, el doctor Molinari recibió con modestia verdadera el homenaje que le tributaron los concejales y el ejecutivo municipal al consagrarlo como “ciudadano ilustre”. Pronunció unas pocas palabras de agradecimiento y simplemente dijo que se consideraba satisfecho con su vida, feliz por los logros familiares alcanzados y por la recompensa del afecto de sus vecinos.
Ese mismo afecto por el cual, cada 7 de julio, una deliciosa pavita rellena y una fuente rebosante de pastelitos llegaba a la casa de la plaza Alsina como muestra de agradecimiento permanente de una antigua paciente; tal vez una de aquellas personas que, cuando no había plata para pagar los honorarios médicos, podía compensar la buena atención recibida con huevos frescos o un pollo recién faenado en el gallinero doméstico.
Por Zatti
Antiguos empleados del hospital viedmense, en aquellos años llamado Francisco de Viedma, recuerdan su paso seguro y cuidadoso al mismo tiempo, controlando cada aspecto del funcionamiento del centro de salud, en tiempos en que no había alcanzado la gran complejidad actual y todo se realizaba en un clima muy familiar.
Durante los primeros años de ejercicio profesional en la capital rionegrina Molinari tuvo trato con el enfermero coadjutor salesiano Artémides Zatti, quien muchas veces desde su modesto hospital salesiano requería su colaboración. Por esa razón en diciembre de 1981 fue requerido por el Tribunal Eclesiástico para el reconocimiento formal del cadáver del querido “pariente de todos los pobres”, en ese entonces en el panteón salesiano del cementerio local, antes de su traslado al mausoleo especialmente instalado en el atrio de la capilla Don Bosco.
De esa solemne ceremonia participaron, además del doctor Molinari, el maestro Juan Carlos Tassara, los vecinos Angel García, Manuel Linares y su esposa María Ester Vázquez (por la comisión Amigos de Don Zatti), Rosa Vecchi, por los parientes de Zatti; y los religiosos monseñor Rodolfo Nolasco (presidente del Tribunal), hermana Rosa Otal y el padre Felipe Casetta.
El recuerdo de Gée
En el final de esta apretada crónica sobre la respetable figura de Fernando Molinari vale insertar el recuerdo amigable y gracioso de otro querido médico, Mario Ceferino Gée, riojano de nacimiento pero viedmense por adopción.
“En 1965 cuando llegué a Viedma estaba a cargo del programa nacional de lucha contra la tuberculosis y tenía la misión de crear aquí un centro de atención de vías respiratorias. El doctor Molinari era el director del hospital y me brindó de inmediato toda su colaboración, como era su estilo, con generosidad y buena disposición. Yo empecé con un consultorio, pero al poco tiempo el servicio necesitaba más espacio y entonces se me ocurrió pedirle un sector del edificio del hospital, que había estado ocupado hasta poco antes para atención semi privada. Don Fernando, le pido que me deje instalarme en esa ala del hospital, le dije. Se rió y me contestó: vos sos como una mancha de aceite, que se va extendiendo, empezaste con un consultorio, y ahora me pedís todo un sector, lo único que falta es que me saqués de la dirección. Después de ese comentario irónico me dio la autorización, por supuesto. Pero este episodio lo habríamos de recordar Molinari y yo en junio de 1968, cuando le impusieron la opción entre los cargos de director del hospital y de jefe médico de la policía, que hasta ese momento ocupaba simultáneamente. En ese momento yo gané el concurso para la dirección y ¡en efecto! me tocó reemplazar al querido Fernando, como si se cumpliese el pronóstico de la mancha de aceite” relató Gée, con su habitual buen humor, al tiempo que facilitaba la foto de aquel acto, encabezado por el ministro de Asuntos Sociales, Víctor Rafael De Vera y el delegado sanitario federal, Aldo Neri.
Por otra parte Mario Gée corroboró, con sus impresiones, el recuerdo que permanece en el imaginario popular viedmense, cien años después del nacimiento de Fernando Enrique Molinari: “fue un excelente médico, un caballero, una persona de gran amabilidad”.