domingo, 22 de noviembre de 2009

El inolvidable viaje en barco de Homero Almirón, gerente de banco de Patagones


Los hechos y personajes que serán mencionados en el relato siguiente son de pura ficción; cualquier coincidencia con circunstancias y personas reales es casual. Las referencias de carácter histórico fueron tomadas un artículo del periódico “La Gaceta” de 1922, reproducido en la revista “La Galera”.

Estamos en setiembre de 1922 en Carmen de Patagones. Homero Almirón es el gerente de la sucursal local del Banco de la Nación Argentina. Es un hombre de 40 años que se radicó en la progresista localidad apenas un año antes, trasladado por las autoridades bancarias desde su destino anterior en la ciudad de La Plata, aunque tiene toda su familia en Buenos Aires. Homero Almirón es radical de todo corazón. Por eso se emociona cuando a mediados de ese mes de setiembre recibe una invitación formal, por intermedio de la gerencia de sucursales del Banco Nación, para asistir el día 12 de octubre a la ceremonia de asunción del nuevo presidente de la Nación, el doctor Marcelo Torcuato de Alvear que recibirá el bastón de manos del doctor Hipólito Yrigoyen en una histórica ocasión. Se trata de la primera vez que un presidente argentino elegido a través del voto universal, secreto y obligatorio le delega el mando a un sucesor que también fue elegido de la misma forma, en virtud de la ya famosa ley Sáenz Peña.
Homero se siente muy complacido, porque según se lee en la tarjeta “Usted ha sido elegido en representación de todos los gerentes de sucursales del Banco de la Nación Argentina del interior del país”.
Con varios días de anticipación el activo y simpático gerente organiza y prepara todo para el viaje. El funcionario bancario vive solo porque es un empedernido soltero y como tal su aspecto exterior y vestimenta son de una prolijidad y pulcritud sorprendentes. Doña Ismaela, una negra descendiente de aquellas morenos que poblaron el barrio de los negros libertos, es la encargada de lavar, almidonar y planchar sus diez mejores camisas blancas. Aquel traje azul que estrenó en las fiestas de marzo está necesitando un retoque porque el caballero le quitó algunos kilos a su silueta mientras padeció un cálculo de vesícula que finalmente le extirpó sabiamente el doctor Pietrafaccia. Así es que el traje va a parar a las manos expertas de don Guido Bergandi, para que le haga un entalle. Y también pasa por la tienda casa Los Vascos para comprarse un nuevo par de zapatos de Grimoldi.
Como ya dijimos Homero Almirón ha sido sometido un par de meses antes a una intervención quirúrgica de aquellas que dejaban una larga sutura en el vientre. Para cerciorarse que puede viajar a Buenos Aires sin inconvenientes consulta al buen médico Pietrafaccia y se encuentra con una advertencia inesperada: “Vea mi amigo Almirón esa herida está cerrada, pero los tejidos todavía no están fuertes, yo no le recomiendo viajar en tren, porque siempre hay movimientos que pueden traer consecuencias y molestias, así que yo le sugiero que viaje en barco, que es mucho más placentero y confortable, además el aire de mar le vendrá muy bien para darle un poco de color a su semblante”.
Así es que nuestro gerente de banco se dirige esa misma tarde al puerto, para averiguar cuál es el vapor que lo puede llevar hacia Buenos Aires para los primeros días de octubre, porque tampoco es cuestión de desembarcar en la gran ciudad con escasa anticipación al importantísimo hecho de la transmisión presidencial.
El agente marítimo don Luis Rial le anoticia que el 26 de setiembre entrará el barco Curitiba con maderas duras, tambores de alquitrán y materiales de construcción para obras de la gobernación en Viedma; y que el día 30 el mismo vapor levantará anclas con destino a Bahía Blanca y Buenos Aires con cueros, sal y cebada. Homero Almirón reserva allí mismo uno de los pocos pasajes disponibles, apenas 12 lugares junto a la tripulación.
Los días que faltan hasta el momento de la partida pasan rápido para Homero, debe dejar todo en orden en la sucursal Patagones del banco Nación, atiende personalmente como siempre a aquellos clientes más importantes, deja autorizados los créditos para la esquila y resuelve otros papeles.
El 30 de setiembre a las cuatro y media de la mañana Almirón está, de punta en blanco y puntual como siempre en el muelle Mihanovich dispuesto para embarcarse en el Curitiba. El comisario de a bordo recibe atentamente a los pasajeros: un matrimonio de italianos que estuvo de visita en casa de parientes y emprende el retorno a Europa, una pareja de recién casados en viaje de luna de miel a Buenos Aires, dos viajantes de comercio, un oficial de la Prefectura que cambia de destino, un mecánico de las máquinas de la usina que va a buscar repuestos, el propio Homero... y un señor extraño, envuelto en un largo impermeable y muy callado.
Almirón debe compartir el camarote con el oficial de Prefectura, un tal Ortiz de Zarate, a quien ya conoce de la vida social de Carmen de Patagones. Durante todo el trayecto entre el puerto maragato y la desembocadura, unas tres horas de navegación, los dos hombres fuman en silencio, acostumbrándose al habitáculo. Homero Almirón traza sus planes, según el derrotero, al día siguiente por la mañana estarán en el puerto de Bahía Blanca; allí el barco se aprovisionará de petróleo para su caldera y seguirá viaje un día más tarde, para arribar tres días más tarde a Buenos Aires.
Allá ya tiene reservas en el hotel España de la Avenida de Mayo, realizará una visita de cortesía a la casa matriz del Banco Nación, irá al teatro, tomará cafés y algunos copetines en el Tortoni, y el 12 de octubre estará en el Congreso de la Nación, con ese traje azul recién arreglado por Bergandi que guardó con tanto cuidado en el baúl que despachó en la bodega del Curitiba.
Mientras enlaza sus planes para el viaje se duerme profundamente, pues el trajín de las últimas horas fue intenso y el descanso escaso.
Cuando se despierta consulta su reloj de cadena y ¡oh sorpresa! ya son las 12 del mediodía; por el ojo de buey del camarote observa que está lloviendo y todo el estuario de la fusión del río con el mar está envuelto en una bruma gris espesa. El barco está fondeado a 500 metros de la barra de la desembocadura.
Escucha voces en el pasillo, su compañero de compartimiento conversa con un marinero... “Dice el capitán que la niebla no le permite al práctico llevarnos mar afuera... habrá que esperar hasta que aclare...”.
Homero se vuelve a meter entre las frazadas... dispuesto a aprovechar cada instante del viaje para descansar mucho, según la recomendación de su médico de cabecera.
Homero cree que la demora será de algunas pocas horas. Le comenta a su compañero de camarote, el oficial de Prefectura Ortiz de Zárate, que “seguramente cuando llegue la próxima marea, en la madrugada de mañana, ya podremos hacernos a la mar”. El hombre de uniforme no es tan optimista y, e n tanto, el propi capitán del barco que se pasa todo el día encerrado en su compartimiento no quiere aventurar ninguna hipótesis.
Para matar el aburrimiento aparecen de alguna parte varios mazos de naipes, un tablero de ajedrez y un juego de dominó. Nuestro gerente de banco se inclina por la última de estas alternativas, en abierto desafío con el mecánico de la usina eléctrica. Los italianos hacen interminables paseos por la húmeda cubierta del barco, los viajantes de comercio se la pasan todo el tiempo revisando sus minutas y libros de ventas, la pareja de recién casados.... bueno, es comprensible que no salgan del camarote en toda la tarde.
Y el pasajero misterioso, el del largo impermeable, se dedica con mucha concentración a escribir apuntes en un cuaderno de tapas de hule negras.
Al caer la noche bajan un bote y a remo tres marineros se llegan hasta la costa para buscar un costillar de vaca y algunos chorizos, que son estupendamente asados en el interior de un tambor de chapa. En la sobremesa se habla de todo un poco, uno de los viajantes asegura que el recién inaugurado servicio ferroviario entre Carmen de Patagones y Plaza Constitución terminará por matar a la flota de barcos que hace el mismo trayecto fluvial y marítimo. Se discute sobre el particular. Mientras se intercambian opiniones afuera el temporal arrecia, el capitán anuncia entonces: “señores pasajeros la marea de la mañana ya la tenemos perdida, habrá que esperar a la de la tarde”.
El segundo y tercer día con el Curitiba fondeado enfrente de la estación de prácticos del río Negro transcurren sin mayores novedades. Ya es dos de octubre y no hay seguridad acerca de cuándo se podrá salir a altamar.
El comisario de abordo informa que mediante sistema de señales con banderas se pidió a la estación de prácticos que venga desde Patagones el agente marítimo. Esa noche llega el señor Luis Rial y ofrece a los pasajeros que así lo deseen desembarcarlos y devolverles el pasaje. En una improvisada asamblea aceptan esa opción los italianos (que tomarán el tren del día siguiente, para no perder el vapor a Europa), el oficial de Prefectura y el mecánico de la usina.
A la mañana siguiente se hace el trasbordo al remolcador nacional “Corvina”. Los que se quedan en el Curitiba, en medio de la persistente sudestada, son los recién casados (a quienes casi no se les ve el pelo), los dos viajantes, Homero Almirón... y el señor extraño que no deja de hacer anotaciones.