domingo, 24 de mayo de 2009

Lalo Fernández y su travesía familiar desde la Patagonia hasta Alaska


Oscar “Lalo” Fernández es veterinario, fue titular del Senasa, y se proclama viajero empedernido, respetuoso de la vida en la naturaleza. Hace 13 años, con su esposa, su hija y una amiga de esta, protagonizó un viaje de largo aliento: Tierra del Fuego-Alaska. Un itinerario estimulado por una ilusión de adolescente: de ese muchacho aventurero que aún hoy comparte el cuerpo con el hombre maduro y experimentado de 72 años.

“Cuando tendría 15 años leí los famosos libros de Jack London, ‘La llamada de la selva’, ‘Comillo blanco’, ‘La quimera del oro’, y quedé fascinado por la descripción del paisaje de Alaska” explicó Lalo, en el comienzo de la larga charla, con el atardecer sobre el río Negro como telón de fondo, desde el mirador de su casa de Carmen de Patagones.
La reconstrucción del viaje de ocho meses de duración, y 60 mil kilómetros de recorrido, entre ida y vuelta de Tierra del Fuego a Alaska, y retorno a Buenos Aires, quedó en una serie de pinceladas, apenas unos trazos sobre el lienzo, que resultaron fascinantes a los oídos del cronista, y ojalá interesen también a los lectores.
Lalo Fernández es un excelente y ameno narrador, sostiene el relato y lo condimenta con gestos y acotaciones, muchas de ellas ya escritas en el borrador de… ¿un futuro libro?
El arranque
Fue a principios de 1996, Lalo acababa de vender una casa en Patagones, el dinero estaba depositado en un banco; y tenía una camioneta Isuzu de cabina doble, con doble tracción, aire acondicionado y dirección asistida, con 130 mil kilómetros ya recorridos pero un motor “que sonaba lindo”. El tiempo estaba por delante, sin compromisos a la vista, así que todo estaba dispuesto como para organizar el viaje. “El asunto era llegar a la lejana ciudad de Fairbanks, de la cual sólo sabía que era la ciudad más boreal de Alaska. Esa, entonces, sería mi meta; contaba en mi mochila con algunos antecedentes a mi favor, como haber transitado en Argentina y fundamentalmente en la Patagonia por un muestrario de todos los caminos que eventualmente podía tener por delante”.
Lalo ratifica hoy, 13 años más tarde, que la falta de orientación fue absoluta, que el Automóvil Club Argentino, ni tampoco la Federación Interamericana de Automovilismo pudieron darle cartografía útil.
El compromiso autoasumido por Lalo Fernández y su esposa, Susana “Viyela” Masera, era arrancar desde Tierra del Fuego; y allá estuvieron el 20 de marzo de 1996, el último día de ese verano, dispuestos a la partida hacia el norte, para avanzar con las semanas y los meses en la primavera y el verano boreales.
La primera parte del recorrido, por los caminos de la Isla Grande, fue para los viajeros motivo de recuperación de memorias y emociones, porque ya habían transitado por esos caminos en ocasiones previas. Llegaron nuevamente a Buenos Aires y se encontraron con una sorpresa que, de buena forma, les habría de cambiar el estilo de la travesía. Lucía, la hija del matrimonio, y su amiga Ayelén, ambas de 20 años llenos de expectativas, habían decidido subirse también ellas a la Isuzu. “Había lugar, con buena voluntad, y no podíamos negarles esa experiencia” apuntó Lalo en su propia crónica.
Dormir y comer
Salieron de la capital argentina, por la ruta 7, y cruzaron por Mendoza hacia Chile. En el habitáculo principal de la camioneta las dos butacas se podían reclinar y casi convertirse en camas. Detrás, en la cúpula, un colchón aseguraba descanso para otros dos pasajeros y, en caso de requerir mayor comodidad, contaban con una carpa para agregar al campamento. “La idea era parar junto a las estaciones de servicio o puestos de peaje, cuando nos detuviésemos en mitad de una etapa, o ubicarnos en un camping. Pero eso sólo lo pudimos hacer en nuestro país y después, mucho más adelante, en Estados Unidos y Canadá. Nos encontramos que desde Perú para arriba, por Ecuador y Colombia, las estaciones de servicio como conocemos aquí no existen, porque sólo hay surtidores en la calle. Como no había lugares seguros y con baño adecuado en donde parar tuvimos que buscar, en cada pueblo, un pequeño hotelito con habitación para cuatro y baño privado, lo que conseguimos casi siempre, con precio promedio de 20 dólares la noche, y en algunos casos hasta 36 dólares”, puntualizó Fernández, mientras consultaba la libreta que contiene las prolijas anotaciones de los gastos efectuados en el viaje, con una sumatoria total de casi 40 mil dólares, en todo concepto.
Destacó que “en ningún momento del viaje paramos a comer en un restaurante, nos arreglamos siempre cocinándonos nosotros mismos, cuando llegábamos al lugar de la escala, buscábamos un supermercado y hacíamos las compras, después Viyela y las chicas preparaban la cena y yo hacía los apuntes de la jornada, nos acostábamos temprano y también salíamos temprano, para aprovechar bien las horas de sol”.
Problemas en la frontera
Lalo puso acento en varias cosas que salieron bien: manejarse con la extracción de dinero, en la moneda de cada país, a través de la red de cajeros automáticos a la que pertenece su banco en la Argentina; las compras con tarjeta de crédito en los supermercados; cuidarse de beber siempre agua envasada y no consumir ningún alimento callejero, para evitar problemas intestinales; no arriesgarse en salidas ni viajes nocturnos, por seguridad.
Pero lo que no pudieron evitar fueron los problemas de mala atención, manoseo (y hasta cierta intimidación), pago de algunas coimas (de bajo monto, pero violentas de todos modos) y demoras injustificadas (para ejercer presión) en los trámites aduaneros y de migraciones en ciertos puntos del viaje.
El lugar donde lo peor lo pasaron fue en el tránsito fronterizo de Perú a Ecuador, pues se confiaron en la hora, el cierre era a las 18 y llegaron con apenas 30 minutos de anticipación.“La calle que llevaba a lo que después vimos que era un pequeño Puente Internacional se convertía en una enorme y abigarrada feria, que necesariamente debíamos transitar a lo largo, lógicamente a paso de hombre, es decir en primera marcha y con cuidado de no empujar a la gente. Estábamos en ese asombro, con todas las ventanillas cerradas, cuando de pronto nos golpean la camioneta, para indicarnos que nos estábamos pasando de la Aduana (…) Ya en la oficina el funcionario me dice que necesitaba fotocopias de pasaportes y de la documentación del vehículo; le respondo que las tome nomás y me contesta que debo hacerlo yo (…) ya eran las 17:45 y no quedaba mucho tiempo, acepto sacar yo las fotocopias y pregunto donde hay quien lo haga (…) se me acerca el señor que me había golpeado la camioneta y se ofrece para acompañarme, era un hombre de unos 35 años y no entendía yo claramente que función cumplía (…) en tanto las chicas quedaban en el auto con los vidrios y las puertas cerradas (…) llegamos al local de las fotocopias y allí dos robustas señoras charlaban animadamente y cuando lo estimaron prudente una de ellas me atiende, y parsimoniosamente desenfunda la fotocopiadora, la enciende…”
Para hacerla mas corta: después de demorarle todos los pasos se hicieron las 18 y alcanzaron a cruzar el puente sobre el filo del horario. Todavía les faltaba el ingreso a Ecuador, el trámite migratorio, y cuando Lalo intentaba empezarlo, se le acercó un joven robusto, rapado, con camisa de mangas cortadas, pantalones cortos y…¡un balero! en sus manos. Jugando con la bola de madera, que pasaba a centímetros de la cara de Lalo, el muchacho se le pegó en el interior de la oficina de Migraciones… charlando de cosas sin sentido, hasta que le dio un dólar y logró sacárselo de encima. Recién entonces intentó presentar la documentación y el policía que lo atendía (y que por supuesto había observado toda la maniobra del muchacho del balero) le dijo que allí no era. En síntesis: ya eran mucho más que las 18 y estaban del lado ecuatoriano, pero sin ingreso, en condición ilegal. Allí apareció un chico de 10-12 años, que se ofreció para conseguirles alojamiento por esa noche y hacerles los trámites aduaneros a la mañana siguiente; lo que realizó sin ningún inconveniente y en tiempo récord… porque, claro, todo formaba parte de un “negocio” con varios cómplices.
Llegar a la meta
Todos los problemas se fueron superando y así, después de cruzar Colombia bajo estrictos controles policiales (y algo similar en México), atrás quedaron otros países y el cruce por mar para llegar a Panamá. El tránsito por Estados Unidos fue feliz, por Canadá otro tanto y… finalmente, el 12 de julio de 1996 , estaban en Fairbanks… haciendo piruetas y ¡brindando con champán!
En esa mochila que Lalo mencionaba al principio quedaron incorporados cientos de anécdotas. Como esa vez que en el pueblo colombiano de Pasto la conserje del hotelito les metió miedo sobre el supuesto peligro por la presencia de asaltantes en el camino y, de todas maneras, tras una reunión de “estado mayor” resolvieron seguir adelante “pero, poniéndonos en manos de los dioses del camino nos largamos con la alegría de siempre”.
También las emociones de los días vividos en San Francisco y aquel momento en que un atento policía de tránsito les enseñó las normas de cómo desviarse de la ruta para dejar pasar al auto que marcha detrás.
Las impresiones acerca de las dimensiones gigantescas del Canadá y, más arriba aún, comprobar la epopeya de la construcción de la Alaska Highway.
Y, después, en el regreso cuando bajo una lluvia inclemente, en plena selva de Nicaragua, tres jovencitos “sospechosos” se convirtieron en solícitos ayudantes para cambiar una goma pinchada.
O las mansas jornadas de navegación por el río Amazonas, de Manaos a Belén, por el tajo de la mayor selva virgen del mundo.
De todo, y todo vivido con intensidad. Una experiencia única e intransferible, que Lalo Fernández recomienda con entusiasmo a quien se anime, con una sencilla reflexión final: “si lo volviese a hacer lo haría más lentamente, con más pausas”. Un consejo para tener en cuenta.