domingo, 31 de mayo de 2009

Mario Gée, de La Rioja a Río Negro, 50 años con la medicina

Mario Ceferino Gée (apellido de origen inglés que se afrancesó con los años) nació en el pueblo de Chepes, La Rioja, el 1 de septiembre de 1930, pocos días antes de la caída de Hipólito Yrigoyen. Con esfuerzo propio (su padre era ferroviario y el dinero en casa no sobraba) se recibió de médico el 1 de junio de 1959, al rendir su última materia en la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires.

El cincuentenario del desempeño de su profesión lo encuentra en Viedma, el sitio del mundo que eligió como suyo hace 44 años. “Estoy muy agradecido a la gente de la comarca, por el acompañamiento y el afecto de tantos pacientes y sus familias. Son muchos años de vida aquí, con el desempeño de importantes responsabilidades como la dirección del hospital Zatti que tuve a cargo durante casi 11 años, y un paso fugaz por el Consejo de Salud Pública, además de la jefatura del programa de Lucha Antituberculosa para Río Negro allá por 1965” sintetiza, cuando arranca la charla, en la intimidad de su prolijo consultorio de la calle Perito Moreno al 200 en la capital rionegrina.
Con su impecable guardapolvo blanco y sonrisa fácil, rodeado de los cuadros y diplomas que acreditan su infatigable vocación por el estudio, Mario Gée trazó el relato de su vida, en una tarde de mayo.
Ese compañero de adolescencia
“La escuela primaria la hice en Chepes, pero cuando terminé el sexto grado mi papá pidió traslado a La Rioja capital, para que pudiese hacer la secundaria. Allá lo tuve de compañero durante los cinco años a Carlos Menem, que era un muchacho más, nada especial, de buen humor, un poco vago y amigo de las farras. Fuimos compinches durante toda esa época y yo jamás me hubiera imaginado que iba a realizar una carrera política ni mucho menos que llegaría a la Presidencia”, recuerda.
Años más tarde el compañero de secundario, ya ungido gobernador de su provincia, lo llamaría para ofrecerle el ministerio de Salud de La Rioja. “Le dije que no, porque estaba muy bien aquí en Viedma, pero después cuando llegó a la Rosada me ofreció la cartera de salud nacional y nuevamente le rechacé el ofrecimiento, creo que esa vez se enojó conmigo”.
Estudios y farmacia
“Si bien todos mis compañeros de la secundaria se fueron a la universidad a Córdoba yo marché para Buenos Aires, porque allá tenía una tía, con la que finalmente no me pude quedar, porque me imponía horarios que no eran compatibles con los estudios. Por eso me fui a una pensión y para pagarle conseguí trabajo en una farmacia, del barrio de Primera Junta.”
“La última materia la rendí el 1 de junio de 1959, y era Partos. El profesor me preguntó: ¿cuántas materias le quedan? Esta es la última, le contesté. Bueno, embrómese, se le acabó la buena vida, porque ahora va a ingresar en la jungla, me dijo y no olvidé nunca de sus palabras”.
Plan Argentina 20
“Apenas recibido rendí examen para entrar en el programa Argentina 20, y en el año 1960 fui elegido como jefe del equipo de encuesta sobre tuberculosis, a través de un convenio muy importante entre el ministerio de Salud de la nación, la Organización Mundial de la Salud y UNICEF. Fuimos a trabajar en equipo a las provincias de Chaco y Corrientes con las técnicas y aparatos más modernos de la época, con los equipos de abreugrafia y vehículos Willys. Fue un trabajo muy interesante”.
“Del norte nos mandaron después a Neuquén y alto valle de Río Negro, y una parte de La Pampa, hasta que el golpe militar de 1962 interrumpió el programa y todas las campañas sanitarias. Me fui entonces a trabajar al Centro Nacional Epidemiológico de Recreo, Santa Fe, que era de avanzada; pero en 1964 volví a Buenos Aires y me pusieron como jefe del programa nacional de Tuberculosis de todo el país.”
Ya en Viedma
“Pero ya no quería quedarme en la Capital, yo quería volver al interior y en 1965 me ofrecieron radicarme en Río Negro, como jefe de lucha antituberculosa de la provincia, cuando era titular del Consejo de Salud Pública el doctor José Alberto Cibanal, de Río Colorado. Me radiqué en Viedma, donde en 1968 gané por concurso la dirección del hospital Zatti”.
Siempre aprender
La capacitación permanente fue una consigna que se impuso desde joven y la ha mantenido vigente siendo ya un hombre mayor, a costa del sacrificio de los viajes y las distancias. Recuerda que “durante todo el año 2001, ya con 70 años de edad, todos los martes a la noche viajaba en micro a Buenos Aires, asistía allá a un curso de especialización durante todo el día y a la noche volvía para Viedma, así que me pasaba dos noches seguidas arriba del colectivo, las conté y fueron un total de 68”.
Ese esfuerzo tenía un objetivo concreto “porque desde mucho tiempo antes había tenido ganas de especializarme en estética clínica, cosa que tuve que postergar por las múltiples ocupaciones que me fueron surgiendo”.
Antes, en los años 80, Gée se especializó en alergias y concurrió a la cátedra de Enrique Mathov (un alergista prominente, homónimo del ex ministro de De la Rúa) “que nos enseñó a trabajar en alergia holística, porque el cuerpo humano es toda una unidad y al paciente alérgico hay que revisarlo completo, de los pies a la cabeza”.
El dolor y la fundación
El capítulo más doloroso de la vida de Mario Gée se abrió un día de marzo de 1986.”La pérdida de una hija es algo de lo que uno jamás se puede reponer, para mí es como si hubiese ocurrido ayer” dice, y una profunda tristeza se adueña de su rostro, cuando recuerda aquella mañana lluviosa en Buenos Aires y un accidente de tránsito sobre la avenida Rafael Obligado, enfrente del aeropuerto metropolitano Jorge Newbery, del que resultó víctima fatal su hija Patricia, de apenas 22 años.
“Estaba llena de vida, entraba a su cuarto año de medicina, quería especializarse en nutrición; y al mismo tiempo estudiaba ballet en el teatro Colón” relata como apretada síntesis, mientras contempla el retrato que ilumina una de las paredes del consultorio.
Pero Mario y su esposa Teresa se repusieron al dolor y lo convirtieron en trabajo por la comunidad, porque el 16 de julio de 1994, fecha en que la muchacha hubiese cumplido 30 años, pusieron en marcha la Fundación Patricia Gée, con el doble objetivo de trabajar contra la adicción al tabaco y la prevención de accidentes de tránsito.
“Creo que nadie debiera fumar sobre el planeta, porque el cigarrillo es letal... y pienso, también, que se salvarían muchas vidas si la gente fuese más prudente a la hora de manejar un vehículo” señala Gée.
La entidad desarrolló intensa actividad durante sus 12 años de vida. Se dictaron conferencias y se realizaron en Viedma, con gran éxito, las Primeras Jornadas de Educación Vial: además de otras tareas como la difusión por medios de comunicación regionales y distribución gratuita de cintas refractarias a la luz para colocarlas en bicicletas.
Como resultado de este quehacer la Asociación Luchemos por la Vida (que establece las principales campañas nacionales, por radio y TV, en materia de educación vial) le otorgó a la Fundación Patricia Gée su premio anual de 1997, que Mario mostró con orgullo al cronista (ver foto). Se trata de una estatuilla, creada por la artista plástica Alicia Toscano, que simboliza el triunfo de la vida sobre la muerte, especialmente en aquellas tragedias absurdas y evitables que llegan sobre ruedas, es decir, las muertes por accidentes de tránsito.
En la lucha contra el tabaquismo, durante esa época, Mario Gée realizó un original (y audaz) estudio sobre el hábito de fumar en los médicos, que llevó a París, en 1994, a la 9º Conferencia Mundial sobre Tabaco o Salud; en donde cosechó aplausos y admiración. “Con nuestro francés improvisado, mezcla de inglés y español, nos hacían todo tipo de preguntas” recuerda.
Sobre ese tema apunta que “el 50 por ciento de los médicos fuma y yo también lo hice, entre los 18 y los 36, pero cuando me di cuenta que me hacía mal le dije chau al pucho”.
“También hice unos 2.000 tratamientos personalizados gratuitos, con aplicación de acupuntura a través del rayo Láser, que arrojaron resultados excelentes porque en el primer trimestre el 92,3 por ciento de los pacientes dejó de fumar, aunque después hubo algunas deserciones” puntualiza. Agrega que “fue la primera experiencia de ese tipo en el mundo, pero cuando quisimos publicar los resultados tuvimos un problema con la computadora y se perdió casi toda la información”.
Pero, por encima de estos méritos, la Fundación Patricia Gée dejó de funcionar en el 2006 “porque faltaba apoyo, mi señora y yo nos habíamos quedado prácticamente solos y yo no quería andar pidiendo favores a nadie, ni siquiera al presidente Menem”.
El mensaje para un estudiante
La noche viedmense ya estaba avanzada y llegó la última pregunta: hoy, con 50 años de experiencia profesional, ¿cuál es el consejo que le daría a un joven que manifiesta su interés por estudiar medicina?
La respuesta surgió sin dudar en los labios de Mario Gée. “Es una carrera difícil que hay que afrontarla con mucha vocación y dedicación, porque es un trabajo que tiene muchas aristas. También le digo que no se vuelque hacia lo material, eso lamentablemente genera problemas y causa equivocaciones en el camino. Un buen médico no siempre logra la riqueza y muchas veces para ser rico tiene que hacer cosas raras, y yo le aconsejo que si tiene ese objetivo mejor es que se dedique a otra profesión, porque la medicina tiene una connotación humanística muy profunda. Uno tiene que atender a todos los pacientes por igual, ricos, de clase media o ricos, dedicándole todo el tiempo que necesita, y no eso de atender uno cada 15 minutos, como hacen algunos colegas.”
En la puerta, el final: ¿Cuándo va a colgar definitivamente su guardapolvo? La risa y la afirmación: “Todavía no pienso en eso, porque me siento firme y tengo que ayudar a un hijo-nieto que está estudiando Derecho”.

domingo, 24 de mayo de 2009

Lalo Fernández y su travesía familiar desde la Patagonia hasta Alaska


Oscar “Lalo” Fernández es veterinario, fue titular del Senasa, y se proclama viajero empedernido, respetuoso de la vida en la naturaleza. Hace 13 años, con su esposa, su hija y una amiga de esta, protagonizó un viaje de largo aliento: Tierra del Fuego-Alaska. Un itinerario estimulado por una ilusión de adolescente: de ese muchacho aventurero que aún hoy comparte el cuerpo con el hombre maduro y experimentado de 72 años.

“Cuando tendría 15 años leí los famosos libros de Jack London, ‘La llamada de la selva’, ‘Comillo blanco’, ‘La quimera del oro’, y quedé fascinado por la descripción del paisaje de Alaska” explicó Lalo, en el comienzo de la larga charla, con el atardecer sobre el río Negro como telón de fondo, desde el mirador de su casa de Carmen de Patagones.
La reconstrucción del viaje de ocho meses de duración, y 60 mil kilómetros de recorrido, entre ida y vuelta de Tierra del Fuego a Alaska, y retorno a Buenos Aires, quedó en una serie de pinceladas, apenas unos trazos sobre el lienzo, que resultaron fascinantes a los oídos del cronista, y ojalá interesen también a los lectores.
Lalo Fernández es un excelente y ameno narrador, sostiene el relato y lo condimenta con gestos y acotaciones, muchas de ellas ya escritas en el borrador de… ¿un futuro libro?
El arranque
Fue a principios de 1996, Lalo acababa de vender una casa en Patagones, el dinero estaba depositado en un banco; y tenía una camioneta Isuzu de cabina doble, con doble tracción, aire acondicionado y dirección asistida, con 130 mil kilómetros ya recorridos pero un motor “que sonaba lindo”. El tiempo estaba por delante, sin compromisos a la vista, así que todo estaba dispuesto como para organizar el viaje. “El asunto era llegar a la lejana ciudad de Fairbanks, de la cual sólo sabía que era la ciudad más boreal de Alaska. Esa, entonces, sería mi meta; contaba en mi mochila con algunos antecedentes a mi favor, como haber transitado en Argentina y fundamentalmente en la Patagonia por un muestrario de todos los caminos que eventualmente podía tener por delante”.
Lalo ratifica hoy, 13 años más tarde, que la falta de orientación fue absoluta, que el Automóvil Club Argentino, ni tampoco la Federación Interamericana de Automovilismo pudieron darle cartografía útil.
El compromiso autoasumido por Lalo Fernández y su esposa, Susana “Viyela” Masera, era arrancar desde Tierra del Fuego; y allá estuvieron el 20 de marzo de 1996, el último día de ese verano, dispuestos a la partida hacia el norte, para avanzar con las semanas y los meses en la primavera y el verano boreales.
La primera parte del recorrido, por los caminos de la Isla Grande, fue para los viajeros motivo de recuperación de memorias y emociones, porque ya habían transitado por esos caminos en ocasiones previas. Llegaron nuevamente a Buenos Aires y se encontraron con una sorpresa que, de buena forma, les habría de cambiar el estilo de la travesía. Lucía, la hija del matrimonio, y su amiga Ayelén, ambas de 20 años llenos de expectativas, habían decidido subirse también ellas a la Isuzu. “Había lugar, con buena voluntad, y no podíamos negarles esa experiencia” apuntó Lalo en su propia crónica.
Dormir y comer
Salieron de la capital argentina, por la ruta 7, y cruzaron por Mendoza hacia Chile. En el habitáculo principal de la camioneta las dos butacas se podían reclinar y casi convertirse en camas. Detrás, en la cúpula, un colchón aseguraba descanso para otros dos pasajeros y, en caso de requerir mayor comodidad, contaban con una carpa para agregar al campamento. “La idea era parar junto a las estaciones de servicio o puestos de peaje, cuando nos detuviésemos en mitad de una etapa, o ubicarnos en un camping. Pero eso sólo lo pudimos hacer en nuestro país y después, mucho más adelante, en Estados Unidos y Canadá. Nos encontramos que desde Perú para arriba, por Ecuador y Colombia, las estaciones de servicio como conocemos aquí no existen, porque sólo hay surtidores en la calle. Como no había lugares seguros y con baño adecuado en donde parar tuvimos que buscar, en cada pueblo, un pequeño hotelito con habitación para cuatro y baño privado, lo que conseguimos casi siempre, con precio promedio de 20 dólares la noche, y en algunos casos hasta 36 dólares”, puntualizó Fernández, mientras consultaba la libreta que contiene las prolijas anotaciones de los gastos efectuados en el viaje, con una sumatoria total de casi 40 mil dólares, en todo concepto.
Destacó que “en ningún momento del viaje paramos a comer en un restaurante, nos arreglamos siempre cocinándonos nosotros mismos, cuando llegábamos al lugar de la escala, buscábamos un supermercado y hacíamos las compras, después Viyela y las chicas preparaban la cena y yo hacía los apuntes de la jornada, nos acostábamos temprano y también salíamos temprano, para aprovechar bien las horas de sol”.
Problemas en la frontera
Lalo puso acento en varias cosas que salieron bien: manejarse con la extracción de dinero, en la moneda de cada país, a través de la red de cajeros automáticos a la que pertenece su banco en la Argentina; las compras con tarjeta de crédito en los supermercados; cuidarse de beber siempre agua envasada y no consumir ningún alimento callejero, para evitar problemas intestinales; no arriesgarse en salidas ni viajes nocturnos, por seguridad.
Pero lo que no pudieron evitar fueron los problemas de mala atención, manoseo (y hasta cierta intimidación), pago de algunas coimas (de bajo monto, pero violentas de todos modos) y demoras injustificadas (para ejercer presión) en los trámites aduaneros y de migraciones en ciertos puntos del viaje.
El lugar donde lo peor lo pasaron fue en el tránsito fronterizo de Perú a Ecuador, pues se confiaron en la hora, el cierre era a las 18 y llegaron con apenas 30 minutos de anticipación.“La calle que llevaba a lo que después vimos que era un pequeño Puente Internacional se convertía en una enorme y abigarrada feria, que necesariamente debíamos transitar a lo largo, lógicamente a paso de hombre, es decir en primera marcha y con cuidado de no empujar a la gente. Estábamos en ese asombro, con todas las ventanillas cerradas, cuando de pronto nos golpean la camioneta, para indicarnos que nos estábamos pasando de la Aduana (…) Ya en la oficina el funcionario me dice que necesitaba fotocopias de pasaportes y de la documentación del vehículo; le respondo que las tome nomás y me contesta que debo hacerlo yo (…) ya eran las 17:45 y no quedaba mucho tiempo, acepto sacar yo las fotocopias y pregunto donde hay quien lo haga (…) se me acerca el señor que me había golpeado la camioneta y se ofrece para acompañarme, era un hombre de unos 35 años y no entendía yo claramente que función cumplía (…) en tanto las chicas quedaban en el auto con los vidrios y las puertas cerradas (…) llegamos al local de las fotocopias y allí dos robustas señoras charlaban animadamente y cuando lo estimaron prudente una de ellas me atiende, y parsimoniosamente desenfunda la fotocopiadora, la enciende…”
Para hacerla mas corta: después de demorarle todos los pasos se hicieron las 18 y alcanzaron a cruzar el puente sobre el filo del horario. Todavía les faltaba el ingreso a Ecuador, el trámite migratorio, y cuando Lalo intentaba empezarlo, se le acercó un joven robusto, rapado, con camisa de mangas cortadas, pantalones cortos y…¡un balero! en sus manos. Jugando con la bola de madera, que pasaba a centímetros de la cara de Lalo, el muchacho se le pegó en el interior de la oficina de Migraciones… charlando de cosas sin sentido, hasta que le dio un dólar y logró sacárselo de encima. Recién entonces intentó presentar la documentación y el policía que lo atendía (y que por supuesto había observado toda la maniobra del muchacho del balero) le dijo que allí no era. En síntesis: ya eran mucho más que las 18 y estaban del lado ecuatoriano, pero sin ingreso, en condición ilegal. Allí apareció un chico de 10-12 años, que se ofreció para conseguirles alojamiento por esa noche y hacerles los trámites aduaneros a la mañana siguiente; lo que realizó sin ningún inconveniente y en tiempo récord… porque, claro, todo formaba parte de un “negocio” con varios cómplices.
Llegar a la meta
Todos los problemas se fueron superando y así, después de cruzar Colombia bajo estrictos controles policiales (y algo similar en México), atrás quedaron otros países y el cruce por mar para llegar a Panamá. El tránsito por Estados Unidos fue feliz, por Canadá otro tanto y… finalmente, el 12 de julio de 1996 , estaban en Fairbanks… haciendo piruetas y ¡brindando con champán!
En esa mochila que Lalo mencionaba al principio quedaron incorporados cientos de anécdotas. Como esa vez que en el pueblo colombiano de Pasto la conserje del hotelito les metió miedo sobre el supuesto peligro por la presencia de asaltantes en el camino y, de todas maneras, tras una reunión de “estado mayor” resolvieron seguir adelante “pero, poniéndonos en manos de los dioses del camino nos largamos con la alegría de siempre”.
También las emociones de los días vividos en San Francisco y aquel momento en que un atento policía de tránsito les enseñó las normas de cómo desviarse de la ruta para dejar pasar al auto que marcha detrás.
Las impresiones acerca de las dimensiones gigantescas del Canadá y, más arriba aún, comprobar la epopeya de la construcción de la Alaska Highway.
Y, después, en el regreso cuando bajo una lluvia inclemente, en plena selva de Nicaragua, tres jovencitos “sospechosos” se convirtieron en solícitos ayudantes para cambiar una goma pinchada.
O las mansas jornadas de navegación por el río Amazonas, de Manaos a Belén, por el tajo de la mayor selva virgen del mundo.
De todo, y todo vivido con intensidad. Una experiencia única e intransferible, que Lalo Fernández recomienda con entusiasmo a quien se anime, con una sencilla reflexión final: “si lo volviese a hacer lo haría más lentamente, con más pausas”. Un consejo para tener en cuenta.




miércoles, 20 de mayo de 2009

Picoto, el pescador que inventó un balneario en la costa cerca de Viedma

Es un hombre enamorado de la pesca, pionero en el sitio de las playas del balneario El Cóndor, al sur del faro, que precisamente es conocido con su apelativo. Trabajó durante muchos años por el progreso de la villa marítima, que define como “un lugar maravilloso, para saber aprovechar en esos 10 minutos que se puso lindo”.

El porteño barrio de la Boca, sobre el Riachuelo, tiene su “Vuelta de Rocha”, que debe su nombre a don Antonio Rocha, antiguo propietario de esos terrenos. Aquí en el portal de la Patagonia tenemos nuestra propia Boca, la del río Negro, con su “Bajada de Picoto”, un sitio donde las playas son muy suaves y protegidas de los vientos, y el pique resulta muy favorable.
Todo el mundo lo conoce por Picoto, pero se llama José Luis y Fernández de apellido, lo que delata su origen de sangre española. “Todos mis hermanos y yo recibimos distintos apelativos desde chicos, a mí me pusieron Picoto, no sé si por la nariz, y quedó; tan incorporado en mi vida que alguna vez hubo un documento que lo pusieron a nombre de José Luis Picoto.”
Nació en Viedma el 6 de marzo de 1942, en el seno de una familia trabajadora, cuyo padre desempeñó diversas tareas y oficios: quintero, guardiacárcel y zapatero remendón.
La actividad comercial la empezó ya de joven con algunas experiencias “en las que no me fue muy bien”, como una despensa, una rotisería y un comedor. Pero el resultado favorable de un juicio, y el consecuente cobro posterior de una suma interesante de dinero, le abrieron las puertas para una oportunidad distinta en la vida. En 1976 compró una construcción en el centro de El Cóndor, montó un negocio y se instaló en forma permanente.
“ Los primeros años fueron difíciles, en el balneario vivía poca gente y se había cerrado la escuela hogar, yo estaba solo, porque mi señora se quedó con los chicos en Viedma por la escuela, pero se venían todos para los fines de semana; no me arrepiento, fue el cambio de mi vida” dijo, en el inicio de la entrevista.
Un descuido y una solución
La charla con Picoto Fernández se concretó en el transcurso de una recorrida por distintos escenarios del balneario El Cóndor. El más importante, la bajada al sur del faro. “La pesca ha sido mi gran pasión de toda la vida, en cualquier forma que sea, embarcado, desde la costa, tirando la red. Más que nada me gusta la pesca con caña, porque tiene más emoción. Esa pasión me llevó a empezar la construcción de la bajada y después de la escalera de hierro, que fue toda una aventura hacerla”.
“Todo el esfuerzo valía la pena, porque justo acá enfrente la marea todos los años hace un zanjón, y en ese lugar se concentra mucho pique, porque los peces se quedan encerrados en la punta de la canaleta y allí estamos nosotros con la caña.”
Este es su relato sobre el origen de la fantástica escalera. “Eran los tiempos en que salíamos de pesca con un gran amigo, que era delegado municipal y se llamaba Edgardo Roberti. Una tarde, apenas yo había cerrado el negocio y cuando él se desocupó de la delegación, salimos por la playa caminando hacia la zona del zanjón. Nos entusiasmamos con la pesca y cuando miramos para el lado del faro nos dimos cuenta que el mar, que venía creciendo, ya nos había encerrado; porque había viento sur y una marea más alta de lo normal. Fue un descuido y tuvimos que asumir que no había manera de salir. Así que allí, parados arriba de una roca como teros, aguantamos toda la marea y estuvimos charlando largo rato. Pensamos entonces en hacer una escalera para poder salir de la playa cuando sube el mar. Al mismo día siguiente pusimos en marcha la idea, que consistía en excavar la roca a pico y pala para hacer una bajada, una especie de zanja para bajar y subir.”
Después de unas primeras jornadas de trabajo el peón, que Picoto había puesto a trabajar, se encontró con unas placas de piedra muy dura, en donde era imposible avanzar. “Allí fue donde surgió la idea de la escalera metálica. Cirillo, el de la casa de materiales, me regaló unos caños largos y empezamos a trabajar, en un taller aquí mismo en la Boca. Muchas tardes en lugar de irnos a pescar nos metíamos con Roberti a soldar las piezas de la escalera, de 26 metros de largo. Cuando la paramos por primera vez, recostada sobre la pared de una casa, notamos que se bamboleaba y le hicimos una serie de refuerzos. Con los dos acoplados de la Municipalidad y uno mío la trajimos hasta la playa; fue una verdadera odisea, y la dejamos allí. Después, otro día, fuimos con un grupo de amigos, con unos aparejos y la levantamos a pulmón, hasta apoyarla sobre el acantilado. En ese momento descubrimos que habíamos calculado mal y, como los travesaños estaban muy tirados para adelante, más que una escalera era un tobogán. Debo reconocer que en ese momento me desgané, pensé que todo el esfuerzo no había servido para nada. Pero seguí pensando en cómo resolver el problema y la fuimos arreglando. Pero había otro inconveniente, porque no alcanzaba el largo para apoyarse bien en la base sobre la playa, sobre una roca. Entonces le agregamos tres metros más, con una bisagra que permitía levantar ese tramo según la marea.”
El éxito del nuevo balneario
Sigue contando José Luis Fernández. “Al fin estuvo terminada y la empezó a usar la gente. Con miedo o sin miedo la usaron muchas personas y se hizo popular, este lugar que hasta ese momento estaba desierto se convirtió en un balneario muy concurrido. Yo había logrado el objetivo de no quedarme nunca más encerrado por el mar. La verdad es que yo creía que la íbamos a usar sólo tres o cuatro fanáticos de la pesca, pero fue un éxito extraordinario, la cantidad de autos que se veían arriba del acantilado nos sorprendía. En ese tiempo hasta teníamos miedo de que la cantidad de gente fuera a espantar la pesca, pero comprobamos que mientras el mar haga el zanjón el buen pique no faltará nunca.”
“Cuando colocamos la escalera observamos que arriba, en el borde del acantilado, habían quedado una punta de piedra y una grieta, una ranura por la que podía producirse el desmoronamiento de la barranca; pero intentamos sacarla y no pudimos. Esa fue la desgracia de la escalera, porque unos años después con una tormenta del sur muy fuerte el agua entró y socavo el acantilado. La roca se cayó, justo arriba de la escalera, y la destrozó. Cuando la fui a ver no podía contener las lágrimas, era un sueño hecho pedazos y además me sentía responsable ante los muchos amigos que me habían ayudado a construirla y levantarla, cuyos nombres tengo todos anotados en un cuaderno, con el detalle de cada colaboración.”
Durante un par de temporadas se interrumpió la bajada al mar en ese sitio. Después la decisión del gobierno provincial hizo realidad el acceso actual, con una rampa para vehículos, un balcón mirador y defensa contra las mareas altas.
Dice Picoto que “su” bajada es “la foto para el turista, en la Boca hay muchos lugares para la foto, pero éste es uno de los más interesantes.”
La lucha contra la arena
La charla con este hombre, entusiasta sin límite acerca del futuro del balneario marítimo de Viedma, no puede soslayar un rápido balance de los muchos años en ocupó el cargo de delegado municipal, hasta su reciente alejamiento por problemas de salud. “Trabajé con todas mis fuerzas, y una de mis mayores preocupaciones fue la arena que se levanta y tapa la avenida Costanera” dice y agrega, con humor: “intenté una campaña de publicidad sobre las propiedades curativas de la arena, para que la gente se la llevara, pero no tuve suerte”.
El balneario tiene una plaza. En la actualidad está cubierta por mucha arboleda, tiene algunos sectores parquizados, un sector de juegos infantiles y veredas que conducen al centro del paseo, en donde una placa nos señala el nombre que le fue impuesto: Rubén “Tocho” Pérez Entraigas, en homenaje al ya fallecido propietario de la estancia El Cóndor y gran promotor de la villa marítima.
“Al principio, cuando arrancó la idea de la plaza con el finado Matio Cailotto (que también fue delegado municipal) esto era un salitral y muchos nos decían que acá no crecería nunca nada verde, pero le pusimos esfuerzo y agua y acá está” explicó, mientras le mostraba al cronista las generosas dimensiones de la cisterna subterránea que, una vez terminada la instalación de cañerías y aspersores, habrá de asegurar el riego al sector. La forestación ha sido y sigue siendo una de las constantes preocupaciones de José Luis Fernández.
Más allá, camino al Pescadero, la siguiente detención fue en la cancha de fútbol municipal, otra de las obras que se concretaron durante la gestión de Picoto al frente de la delegación. “Todavía faltan las tribunas y los baños, pero ya tiene piso y césped, y una buena iluminación para usarla de noche, tal vez no parece pero es realmente mucho para nuestro balneario” acota, con legítimo orgullo.
El tipo caliente y su consejo
Asegura “que hay historias como para escribir un libro” sobre las experiencias vividas durante más de tres décadas atrás del mostrador, en un lugar de veraneo donde la gente siempre tiene exigencias. “Pagué el derecho de piso porque al principio intenté tener una rotisería, pero después tuve que incorporar otros ramos, palas y herramientas para los albañiles, un poco de farmacia, rollos fotográficos, de todo un poco… y con la gente, bueno reconozco que tengo un carácter, que siempre fue el mismo. Soy un tipo caliente, que más de una vez tuvo que pedir disculpas por alguna contestación fuera de lugar”.
Desde la costanera Picoto observa su querido balneario: cae la tarde y el cielo es una fiesta de colores; entonces revela su fórmula secreta para disfrutar mejor las estadas en el lugar. “Hay que aprovechar los 10 minutos buenos. Cuando se pone lindo no hay que dudar ni quedarse dormido, hay que salir para la playa en ese momento, ya sea a la mañana, al mediodía o a la tarde. Sigan mi consejo y no se van a arrepentir”.

sábado, 16 de mayo de 2009

Edgardo Goldaracena, un vecino de Carmen de Patagones con buena memoria


Edgardo Goldaracena, el “Negro”, tiene 75 años, cumplidos el 11 de noviembre del año pasado. Es nativo de San Blas, maragato por donde se lo mire. Fue concejal y secretario de gobierno municipal de gestiones electivas, y después intendente de facto, siempre con vocación de servicio a su querido Patagones. Habla de todo, con enorme sinceridad.


“Soy nativo de Bahía San Blas, y puedo decir con orgullo que somos muy pocos los que propiamente nacieron allá, con un parto atendido por una comadrona, en la propia casa, como se hacía en esos años” anunció Edgardo Goldaracena, en el arranque de lo que sería una larga charla, matizada con anécdotas (algunas de las cuales este cronista se comprometió a guardar en reserva) y observaciones muy interesantes sobre las alternativas de su vida. Lo que sigue es su palabra.
Aquella infancia, junto al mar
“Mi abuelo tuvo un campo en la zona de San Blas, pero lo perdió por cuestiones bancarias, y mi padre quedó allá. Tenía un arado con caballos, por supuesto; y trabajaba campos de otros, a porcentaje. En la época del cazón los trasladaba desde la costa del mar a la fábrica donde se le extraía el hígado, en la zona que llamamos del Pueblo Viejo. Se la rebuscaba, para sostener a la familia de cinco hijos, uno solo de ellos varón, que venía a ser yo”
“”De primer grado inferior a tercer grado hice la primaria en la escuelita de San Blas, y después hasta sexto acá en Carmen de Patagones, en la escuela 2, porque ya estaba viviendo en la casa de mi abuela.”
“Alguna vez una señora muy amiga me dijo: qué dura fue tu infancia, te veía con una gomera colgada al cuello, juntando los caballos y ayudando a tu padre en el campo. Y yo le contesté: no te equivoqués, mi infancia fue tan feliz como la de cualquier chico. Yo no tuve bicicleta, ni una pelota de fútbol, porque pateábamos una pelota de trapo, pero fui feliz. Porque me marcó una cosa muy cierta: que en la vida no siempre los que tienen mucho son los más felices”.
La DGI y después
“A los 18 años me fui a Trelew y entré de ordenanza, allá, en la Dirección General Impositiva; y en la escuela nocturna de Comercio hice hasta tercer año, rendí como oficinista y entré a progresar en el trabajo. Como ya sabía demasiado, o al menos eso me creía, dejé de estudiar el comercial y me puse a prepararme para rendir el examen de liquidador en la DGI y a los 20 años ya tenía ese cargo.”
“En el 53 en la DGI ya había aprobado el examen para liquidador y no me nombraban porque no estaba afiliado al peronismo. Me tuvieron dos años pagándome viáticos de Trelew a Puerto Madryn como para compensar la diferencia de sueldo. Mis viajes a Madryn eran para controlar los parciales de exportación. Eran los tiempos en que el paso de los autos por el paralelo 42 estaba libre de impuestos, pero no así las cubiertas. Entonces había que controlar, en los autos usados que pasaban la frontera de Río Negro a Chubut, el porcentaje de desgaste de las cubiertas, para aplicar el impuesto correspondiente. Suena risueño, pero era la realidad de esa época.”
“En 1955, después de la caída del peronismo volví a Carmen de Patagones. En el distrito de Viedma trabajé junto a un gran hombre, Rodolfo Lavayén, que era mi jefe; y seguí ascendiendo hasta que llegué al tope de mi categoría. Entonces me correspondía ser jefe de distrito, y me ofrecían hacerme cargo de Esquel, Río Gallegos o Puerto Deseado. Pero ya no tenía ganas de irme al sur, mis padres no querían que me fuera, y decidí renunciar. ¡Había que tener coraje para dejar un buen cargo de ese tipo en ese tiempo!”
“Tenía 25 años y no tenía plata para ponerme una oficina propia, para seguir haciendo lo que ya sabía hacer: liquidar impuestos. Entonces me fui a trabajar como gerente en la Corporación de Comercio, para aprovechar las instalaciones de allí. Al tiempo me puse por mi cuenta, y creo que no me fue tan mal, teniendo en cuenta que empecé de cero”.
“Ya venía militando en el radicalismo desde el ’50 y me había sentido incómodo con algunas cuestiones, por ejemplo la obligación de llevar luto por la muerte de Evita. Yo siempre estuve con Frondizi, acompañé a la UCRI y fui concejal municipal en 1958, con la intendencia de Juan Pozzo Ardizzi, en tiempos del gobernador Oscar Alende”
“Pero con el peronismo proscripto no había política real, éramos tan irreales como lo fui yo como intendente en la época militar”
El plan de colonización
“En el partido de Patagones, alrededor del pueblo, había 160 mil hectáreas de tierras fiscales y durante el gran gobierno del gobernador Domingo Mercante (1946-52) se adjudicaron a sus ocupantes. Hasta ese momento las tierras fiscales estaban arrendadas y cuando entraban los conservadores echaban a todos los radicales, pero cuando venían los radicales sacaban a los conservadores. Mercante puso en marcha el plan de colonización agraria, que se basa en la promesa de venta a los ocupantes, con una serie de requisitos que incluían la construcción de la vivienda con instalaciones sanitarias, y radicación en el campo. Así se terminó el problema de las tierras fiscales, con un proceso que llevó varios años. Yo entré en 1960 a la Administración de Tierras Fiscales en el gobierno de Alende. Ya estaban para escriturar una cantidad de parcelas, aunque había fuertes críticas de la oposición. Entre las escrituras salió la de mi padre, también en esa época. Mi función era la de administrador, mi jefe era Magdaleno Ramos, jefe del Departamento de Tierras y Colonias de la provincia de Buenos Aires, con quien me une una profunda amistad y aprecio. Salíamos por los campos a controlar los pagos de las cuotas, si cumplían con la condición de la vivienda y otros detalles. Recorrimos todo el partido de Patagones, íbamos a hacer las inspecciones generales, el expediente pasaba a la Escribanía General de Gobierno y finalmente llegaba el esperado momento de la entrega del título. Avisábamos unos días antes y, por supuesto, nos esperaban con un emotivo agasajo, con una buena mesa por supuesto, a la que Magdaleno y yo le rendíamos honores.”
“Me fui del Instituto Agrario porque mi oficina había crecido, me dediqué a comprar lanas para una firma exportadora, la familia crecía con los dos chicos, más tarde ocupé durante menos de un año la secretaría de Gobierno y Hacienda con otro amigo, el intendente Néstor Ezcurra, en 1973”
En la intendencia
“Cuando los milicos me ofrecieron el cargo algunos vecinos me apoyaron, por aquello de que más vale jodido conocido que bueno por conocer. Yo no fui intendente de verdad, había un vecino de Patagones, que no quiero nombrar porque ya está muerto, que una vez me dijo: vos no sos intendente, vos sos un interventor. Mi intención fue solamente la de serle útil a mi comunidad, no voy a defender a los procesos militares, porque no lo siento. De todas maneras había entre los militares gente de todos las calidades, como en todos los órdenes de la vida”.
“Lo que más recuerdo de esos años son las cuestiones de rivalidad interna entre las fuerzas. La primera vez que fui a una reunión de intendentes enseguida se me acercaron otros colegas para preguntarme: ¿vos de qué fuerza sos, de Marina, de Ejército o de Aeronáutica? Y yo me ponía en situación ridícula, cuando les contestaba, no sé de que soy. La intervención de la municipalidad la habían hecho los marinos, pero a ponerme en posesión del cargo vino después un coronel. En ese tiempo llegué a otra conclusión: entre los militares había muchos peronistas, también en esa época”.
Un hombre sincero
El Negro Goldaracena nunca fue antiperonista y, por el contrario, y cuando era intendente municipal no dudó en ofrecerle el estratégico cargo de Inspector General a un conocido militante del peronismo de Patagones. Un gesto que lo pinta de cuerpo entero, porque es un hombre sincero.
Con el actual intendente Ricardo Curetti lo une una gran simpatía y cordialidad, que son correspondidas. Admira sus condiciones de administrador político y cree que “este es el perfil actual que requiere el cargo de intendente”. “Pero yo no lo voté”, aclara, y cuenta una anécdota muy curiosa de cómo lo conoció a Curetti, más o menos por el año 1979. “En ese tiempo el intendente tenía que ponerle el gancho de aprobación a una planilla con los datos de toda persona aspirante a un cargo público en la provincia, en cualquier orden. Ricardo, recién recibido, se anotó para entrar en el COIRCO (Consorcio de Riego del Río Colorado) y me trajeron la ficha. Yo la miré y le dije a Nelly Yunes, que era mi secretaria, no la voy a firmar hasta que no venga a verme el interesado. Al otro día vino Ricardo, muy jovencito, y también muy arrugado por la situación. Lo hice pasar y le expliqué:“mirá, te voy a firmar la hoja, pero te quería conocer porque sos el primer muchacho de Stroeder que se recibe de ingeniero y también para averiguar si somos parientes, porque yo tengo una prima lejana con tu apellido; allí se le aflojaron los nervios…. pobre.”
Desde su modesta oficina en la calle Italia, donde dice estar “de prestado” con su amigo Daniel Montiel, Goldaracena observa la crítica realidad del campo de Patagones, por consecuencia de la sequía. “Tengo fe en que se va a salir, con un alto costo, pero se va a salir. Pero para avanzar al futuro es imperioso el crecimiento industrial” vaticina.
Rodeado de recortes y fotos de su archivo (como las dos que se presentan en estas páginas) confiesa que San Blas es su lugar preferido en el mundo. “Me gusta mucho y será por los recuerdos de infancia quizás. Tengo una casita allá, y grandes amigos como Gustavo Malek y su esposa, Berta, con quienes compartimos momentos muy lindos”.
La tarde de otoño se hizo noche, pero quedaron muchos temas sin tratar, porque Edgardo Goldaracena tiene mucho para contar.