domingo, 28 de diciembre de 2008

La historia de un naufragio y el nombre del balneario de la boca del río Negro


Algún desprevenido podría conjeturar que nuestro balneario El Cóndor, tan rionegrino y patagónico, recibió su nombre por la presencia en estos ámbitos australes del majestuoso rey de los cielos americanos. No sería extraño que ello hubiese ocurrido (célebres viajeros como Charles Darwin y el perito Francisco Moreno observaron cóndores volando por aquí) pero en realidad la denominación sobreviene de un pequeño barco dinamarqués que, mientras viajaba desde Alemania hacia San Francisco, en Estados Unidos, encalló en nuestras costas.

Este cronista se quedó boquiabierto la primera vez que escuchó esta historia (hace más de 30 años) y siempre pudo observar la misma reacción en quienes se enteran del origen del nombre que se le impuso a la villa marítima hace exactamente 60 años (29 de diciembre de 1948), en reemplazo de la denominación de Balneario Massini, que tuvo hasta entonces como reconocimiento a uno de los testarudos italianos pioneros de su poblamiento (ver artículo de esta serie del 7 de diciembre último). Los sucesos que contaremos se desencadenan a partir del 26 de diciembre de 1881, hace 127 años.
La docente Nydia López Kruuse es la persistente difusora de este relato. Los datos que siguen fueron tomados de una nota del archivo personal de este escriba y del opúsculo mecanografiado “Norte al norte, sur al sur, siempre los mares” de autoría de la propia Nydia, con fecha de mayo de 1992.
El principio contado por Nydia
“El balneario El Cóndor recibe el nombre de un clipper dinamarqués que llegó a estas latitudes allá por el 26 de diciembre de 1881. El clipper en aquel momento era un tipo de embarcación que significaba un desafío para los marinos, era un carguero que pertenecía al capitán John Havemann, construido alrededor de 1860 en Dinamarca.
Ese capitán se instala en Hamburgo y desde allí realiza varios viajes. Nosotros sabemos de esta historia del Cóndor porque formaba parte de su tripulación un muchachito, Peter (Pedro) Hansen Kruuse, que a Dios gracias es mi abuelo.
A bordo de ese buque, nuestro abuelo había hecho viajes hasta la China, y había pasado por el Cabo de Buena Esperanza. En nuestras manos quedó la libreta de navegación, por lo cual descubrimos que el barco Cóndor, antes de este viaje que lo dejó definitivamente en nuestras playas cercanas había llegado a Río de Janeiro.
Havemann consigue un embarque de champagne de Reims que, partiendo de Hamburgo, tenía como destino San Francisco, en Estados Unidos. Viajan sin problemas, hacen la última escala en Montevideo y siguen hacia el sur, en demanda del famoso Cabo de Hornos.
Sin embargo, pasando la barrera del río Negro, un poco más al sur, empiezan a tener problemas con la embarcación y deciden volver hacia Montevideo. Ellos lo único que sabían es que estaban frente a la Patagonia, nada más. Creían que era una tierra salvaje y pensaban que podía haber antropófagos.
Cuando llega Navidad, se dan cuenta que la cosa no va más, entonces tratan de ir hacia la playa. La fecha del 26 de diciembre es tradicionalmente la ‘segunda Navidad’ para los daneses. El barco impacta sobre las rocas invisibles por la marea alta, (en un sitio cercano al lugar en donde, seis años más tarde, se levantará el faro que todavía presta servicios a los navegantes) y el viento levanta las olas de modo que sólo con dificultad logran bajar hacia la playa.
El mismo bote salvavidas que los llevó hasta allí les sirvió esa noche de cobijo, ya que hacía mucho frío a causa del viento sur.”
Naufragio y sorpresa
“En aquel momento, la estancia que después fue Harriet y más recientemente de Rubén Pérez pertenecía a la familia Iribarne. El encargado era otro dinamarqués, Pedro Martensen, que había llegado a estas latitudes desde la zona de Tandil. Cuando amanece en la estancia todo cobra vida y movimiento. Esa mañana del 26 de diciembre Pedro Martensen por un impulso repetido mira hacia el mar y avista el barco encallado, con la bandera de su propio país. Presuroso buscó su bandera, esa que tenía reservada para las fiestas, y la izó en un lugar que pudiese ser vista desde la playa.
Los náufragos, que creyeron temerosos que podían ser bocado de los indios antropófagos, descubrieron en esas desiertas tierras patagónicas la imagen blanca y roja de la enseña nacional de Dinamarca. ¡No lo podían creer, más de uno habrá pensado que se trataba de una alucinación!
El encuentro se pudo dilucidar gracias a un artículo aparecido en el diario La Nación al día siguiente del naufragio. Por aquel entonces ya estaba acá la capitanía del puerto, del lado de La Baliza, así que se supone que ellos transitaron hacia el río y ahí estaban más cerca para avistar la estancia.
Después del contacto los náufragos se alojan en el casco de la estancia, donde don Pedro Martensen vivía con su señora y cuatro hijos, dos niñas y dos varones. Una de las niñas se llamaba María y estaba a punto de cumplir, el 29 de enero del año siguiente, sus tiernos 15 años.
En el naufragio no hubo víctimas. Sin embargo, en esos días hacen viajes en el bote salvavidas hasta la embarcación para traer lo que se puede. Traen parte del champagne, una celosía con la cual se construyó una galería en la estancia. Trajeron también la mesita del capitán, que yo conservo. En estos viajes de ida y vuelta, el más jovencito de la tripulación, un grumete, se emborrachó, se cayó al mar y se ahogó.
Unos días más tarde, John Havemann y los demás tripulantes partieron hacia Buenos Aires para volver a Europa. Eran unos trece o catorce hombres. Sin embargo, Pedro, el carpintero, le había ´echado el ojo´ a la niña María Martensen, bastante chicuela, dentro de todo, y decidió quedarse.
Consiguió trabajo, se instaló y el 23 de agosto de 1885, el día de su cumpleaños número 26, contrajo matrimonio con María, de 18. Los casó un cura de la Iglesia anglicana. Pedro nunca volvió a Dinamarca, aunque se carteaba con sus parientes. Su hermano le mandaba fotos y le contaba de su prosperidad. Mi abuelo cambió el bienestar económico por el bienestar del corazón. Tuvieron trece hijos, de los que siete sobrevivieron hasta llegar a mayores, Una de las hijas mujeres de Pedro y María fue mi madre, casada con el uruguayo Cesáreo López, profesor fundador de la Escuela Normal, en cuya primera promoción se recibieron mis tíos Elena y Emilio; donde me recibí yo también y llegué a ser regente del curso de aplicación”.
Los abuelos
“La abuela María Manuela Rigmar Martensen nació en Tandil el 29 de enero de 1867, hija de los inmigrantes Peter Simenius Martensen y Anna Kristine Larsen, miembros de las primeras colonias de ese país en la Argentina. Ella fue muy activa socialmente y además un poco trasgresora. Tenía una conducta muy rígida, muy organizada, pero fue fundadora de la Sociedad de la Madre en Viedma, cuyo fin principal era proteger a las madres solteras. En esa época, eso era trasgresor.
Una anécdota que nos contó mi madre cuando éramos grandes (porque a los chicos de esas cosas no se le hablaban) es que mi abuela contaba cuando era carnaval y a los nueve meses preparaba los ajuares, porque bueno, en fin, ya se sabía que las carnestolendas daban para algún descuido. Después ella hacía mucha obra social en la cárcel de mujeres. Iba a enseñarles labores de todo tipo y les llevaba la música y la Biblia.
Mi abuelo Peter Hansen había nacido en Korsor, Dinamarca, el 23 de agosto de 1859, hijo de Hans Kruuse y de Brigitte Nicole Olsen. Su familia siempre había estado vinculada a la náutica y aprendió el oficio de carpintero. Él era marino por vocación y por tradición, porque todos los Kruuse habían sido navieros. Por aquellos años, la familia de mi abuelo decide trasladarse a Estados Unidos. Allá van su hermano Knud, su hermana Elena y su mamá Nicolina. Pedro no los acompaña porque tenía el compromiso de trabajo de trasladar el champagne. Además, estaba el desafío del Cabo de Hornos, la gran aventura soñada por todos los hombres de mar.
Se suponía que este viaje al sur era el último del abuelo Pedro, porque después se iba a radicar en Estados Unidos, donde le esperaba un buen pasar. Sin embargo, como ya les conté, prefirió el resultado de una conquista de amor. Ya instalado en la Viedma de fines del siglo 19 aceptó todo tipo de trabajo. Fue carpintero, fue botero, instaló molinos, alambrador y en los últimos tiempos era cobrador del municipio, es decir: hizo de todo. Navegando el río, aguas abajo, en compañía de su familia fue también uno de los pioneros en instalarse en lo que fue al principio una villa muy modesta y hoy es el balneario El Cóndor, del que estamos tan orgullosos”.
La estancia, la talla, el nombre
En algún momento, seguramente por los primeros años del siglo 20, el madero con el nombre del clipper y una talla con la figura del ave de alas desplegadas fueron a parar a la estancia, ya de los Harriet, que comenzó a ser identificada con el nombre de “El Cóndor” (ver en la foto, que el barco se llamaba: Cóndor). Desde su inicio a cargo de los pioneros itálicos el poblado costero se llamó Balneario Massini (y como tal lo registraban los mapas) pero en diciembre de 1948 el entonces gobernador Miguel Montenegro le cambió el nombre por Balneario El Cóndor. El motivo de esa imposición es hoy incierto, quizás fue la reivindicación de aquella bella y romántica historia de naufragios y conquistas. Una historia que la numerosa familia López Kruuse reivindica como fundacional, y por eso cada 26 de diciembre le rinden homenaje arrojando flores a las aguas del mar, en la playa donde encalló el Cóndor.